GÓMEZ MÜLLER, Alfredo (2021) La memoria utópica del Inca Garcilaso. Communalismo andino y buen gobierno. Editorial Tinta Limón. Buenos Aires. Pp. 416.

En un momento en que la delegación zapatista recorre Europa para compartir la idea del Buen Gobierno implantada en los caracoles de Chiapas, el estudio de Alfredo Gómez Müller, La memoria utópica del Inca Garcilaso. Comunalismo Andino y Buen Gobierno, tiene una resonancia singularmente actual. El análisis dedicado al erudito indígena, el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), que vivió los inicios de la colonización española en el Virreinato del Perú, no sólo supone una revalorización crítica de una obra cuyo alcance subversivo ha sido minimizado con demasiada frecuencia. Resitúa esta última en el tiempo de la modernidad, un tiempo que todavía es el nuestro, mostrando lo que ha aportado al pensamiento político. Reflexión sobre la justicia social y la utopía, crítica a la noción etnocéntrica de civilización, este estudio constituye también una reflexión crucial sobre los usos políticos de la memoria.

En la primera parte, dividida a su vez en tres capítulos, Alfredo Gómez Muller aborda la cuestión de la identidad en el Inca Garcilaso de la Vega. A continuación, examina la recepción de su obra, desde el período colonial hasta la actualidad. Basándose en la obra mayor del Inca, Los Commentarios Reales (1609), el autor se propone demostrar la siguiente hipótesis: lejos de ser una justificación de la Conquista, tal como lo han afirmado a menudo los críticos, la obra del hijo de un capitán español y de una princesa indígena es, en realidad, una denuncia del gobierno de los españoles y un alegato a favor del gobierno de los hombres en época del Inca. La demostración invalida un prejuicio común, que contrapone a Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala. Es común leer que el primero fue un colaborador de los colonos, mientras que el segundo fue un precoz actor del giro descolonial1. Resulta que ambos mestizos se plantearon la cuestión del Buen Gobierno.

En la segunda parte, el autor examina el pensamiento político que se desarrolló en Europa y América en el siglo XVIII y muestra que el continente europeo bebió de las fuentes de Los Comentarios Reales. Los resitúa tanto en el uso que el patriotismo criollo haría de ellos como en la recepción que tendrían en una Europa donde las violentas transformaciones de la propiedad de la tierra producían una miseria endémica. A continuación, el autor analiza las aportaciones del pensamiento garcilasiano y de la comunalidad andina a los movimientos revolucionarios del siglo XIX y principios del XX.

El libro termina con una estimulante comparación entre el enfoque del Inca Garcilaso y el de otro escritor, que vivió en el siglo XX, el peruano José María Arguedas. Al igual que Garcilaso de la Vega, Arguedas sufrió por su condición de mestizo y este sufrimiento le llevó a asumir su indianidad. Para ambos, que subvertían una idea preestablecida de identidad, la escritura fue una misión al servicio de una lucha por la memoria y el reconocimiento del mundo indígena.

En las tres partes se abordan algunas cuestiones clave de la problemática moderna de las sociedades latinoamericanas: indianidad, mestizaje, identidad y utopía. A nuestro juicio, otro gran interés de este libro reside en los puentes que tiende entre dos continentes y dos épocas, la primera modernidad del siglo XVI y nuestra propia modernidad tardía. Muestra que la América española, a través de la obra del Inca Garcilaso, aportó una reflexión sobre la propiedad privada, la organización del gobierno humano y la justicia, que inspiró a los pensadores del Viejo Mundo. Estos desarrollos atraerán no sólo a los americanistas, sino también a aquellos que, tomando nota de una crisis de la política, la civilización y la ontología occidental, están pensando en una salida de la modernidad eurocéntrica.

1) Garcilaso de la Vega: ¿Mestizo o indio?

El libro se abre con la cuestión de la identidad y la autopresentación. Alfredo Gómez Muller nos muestra que la ideología moderna del mestizaje ha pesado durante mucho tiempo en la interpretación de la obra y la historia del Inca Garcilaso. Y a contracorriente de esta tendencia, que sigue viva, afirma que el estudioso se identifica como indio y no como mestizo, identificación que se producirá paulatinamente, tras una serie de experiencias fundacionales. De hecho, el hijo natural de un capitán español y de Chimpu Occlo, sobrina del Inca Huayna Capac, sufrió una serie de contratiempos en su vida personal. Criado en Cuzco, en lengua quechua, vivió en casa de su padre desde los diez años, cuando éste repudió a su concubina india para casarse con una española. Al morir su padre, se fue a España, donde sus gestiones en vista de obtener una merced por su condición fracasaron cuando el Consejo de Indias rechazó su demanda. Luego partió para luchar contra los moriscos que se habían sublevado en la Alpujarra andaluza. Una vez más, cuando intentó obtener el reconocimiento de sus servicios como soldado, sus esfuerzos fueron infructuosos. Fue en aquel momento cuando trocó la espada por la pluma, y se sumergió en el estudio de los clásicos. Comenzó a escribir, primero una traducción de un texto de León el Hebreo, y finalmente su obra cumbre, Los Comentarios reales. En ella, relata la historia del Imperio Inca, basándose en los recuerdos de los relatos que su tío abuelo materno le contó durante su niñez.

Garcilaso, que escribió en español lo que su tío le había dicho en quechua, se sentía a la vez indio y español. No pudo identificarse con la infame definición del mestizo que prevalecía en la época: el bastardo, el impuro.2El mestizaje no era todavía un porcentaje de una determinada sangre, lo que acabaría siendo al final de la colonización, cuando resultaria imposible negar el fracaso de una república de indios por un lado y de una república de españoles por otro. Tampoco era una mezcla, un crisol de razas, concepción que se afirmaría a partir del siglo XIX en los estados nacionales latinoamericanos en construcción. En busca de un pueblo que no fuera indígena, las élites intentaron blanquearlo mediante el mestizaje. Detrás de la imagen del mestizaje, lo que estaba en juego desde entonces era sobre todo la disolución de la identidad indígena, proyecto que ha inspirado a los gobiernos hasta nuestros días. Empero, cuando los críticos modernos de los Comentarios afirman que el Inca era un mestizo, están leyendo la historia del hombre del siglo XVI con las gafas del ciudadano del siglo XIX o de principios del siglo XX: para ellos, la nación aglutinaba diversos grupos, que entonces se pensaban como razas.  No podía haber diversidad, ni heterogeneidad cultural en la nación, ya fuera peruana, mexicana, brasileña o colombiana: era una sola. El mestizaje nacional contemplaba la desaparición del indio.

Sin embargo, « soy indio », escribió el Inca Garcilaso, y los cambios de nombre del que sería uno de los mayores autores en lengua española del continente serían los hitos de una experiencia crucial: la asunción gradual de una identidad indígena. Gómez Suarez de Figueroa, de su nombre de bautismo, se convertiría, tras su marcha a España, en Gómez Suarez de la Vega, luego en Garcilaso de la Vega, después, en Garcilaso Inca de la Vega, y finalmente, en el Inca Garcilaso de la Vega. Como señala Alfredo Gómez Muller, el término Inca aparece en el momento en que el ex militar se convierte en autor, pero no es un seudónimo. Se trata más bien de un nombre de guerra y de la reivindicación cultural y política de una memoria, la de su pueblo inca, devaluada o sistemáticamente invisibilizada por la mayor parte de la historiografía española desde la Conquista.

Este cambio de nombre corresponde a una toma de posición. Consiste, no, como pretenden algunos críticos, en justificar las atrocidades de la Conquista por los supuestos beneficios de la evangelización, sino, de forma encubierta, en reivindicar la excelencia de la tradición incaica. Sólo una lectura superficial del Inca Garcilaso impediría ver que finge aprobar la Conquista. Su resistencia a la versión oficial del conquistador, que un vencido no puede cuestionar abiertamente, se disfraza de elogio al imperio español. Aunque dice en voz alta y clara que no quiere comparar los dos imperios, en realidad, el hijo del aristócrata inca confía al lector una narración de doble filo: yuxtapone la narración de la violencia y los horrores de la Conquista con la descripción de la armonía que reinaba en la época del Tawantinsuyo; contrasta, de forma solapada, un imperio español que se impuso por coacción con un imperio inca que supo integrar e interesar a los súbditos que colonizó3. Lo que se reclama en voz baja es la creación de un gobierno andino español, un gobierno indianizado que otorgue a los indios una relativa autonomía.

El relato fundacional del Inca Garcilaso diferencia el mundo incaico precolombino del de las civilizaciones anteriores con un claro etnocentrismo incaico. Por otro lado, se esfuerza por rehabilitar una religión solar que los españoles equiparaban con la idolatría. Para el autor, la religión incaica ya contenía las semillas del cristianismo, siendo el Dios solar nuestro señor. La identificación de Dios y Pachacamac apunta a una concepción neoplatónica de lo divino, origen único del Dios de los incas y de los cristianos. En el pensamiento del erudito, identificamos en la huella del humanismo erasmiano, de Luis Vives y, más en general, de un cristianismo renovado: ese cristianismo que anhelaba volver a la comunidad cristiana original, no sólo en el plano espiritual sino también en la vida práctica y en la organización de la sociedad. Esto es lo que llevó al Inca Garcilaso a reivindicar un dios de la justicia y a imaginar una modernidad « alternativa » para el vice-reino de Perú. 

Respetando los límites de lo posible, el Inca Garcilaso de la Vega se atreve a hacer una declaración audaz. En una época en la que era imposible disociar la moral y el cristianismo, usando la lengua de los vencedores, reivindicó la excelencia de lo que llamó la filosofía moral de los incas. Cuando describe la organización del imperio, insiste en la unión indisoluble de los principios económicos y la filosofía moral. Una filosofía que hizo del derecho de todo hombre a vivir de su trabajo un principio absoluto. Y el primer historiador peruano autóctono describe la excelente organización del imperio, especialmente en el libro quinto. Insiste en la redistribución regular de la tierra, en el hecho de que esta se ajustaba a las necesidades de cada familia, llama la atención en la rotación del trabajo obligatorio, en las ventajas del sistema de depósitos imperiales donde se almacenaban viveres que pemitían enfrentar las temporadas de hambrunas o de escasez, y repara en la ayuda prestada a los pobres.

Por supuesto, esta narración idílica ignora la realidad de la dominación incaica sobre otros pueblos y el carácter eminentemente jerárquico de la organización social. Lo cierto es que en este estado, la división tripartita de la tierra mencionada por el Inca Garcilaso (una para el dios solar, otra, para el Inca y la última, para las comunidades), reflejaba el dominio de una casta sobre la mayoría de la población. El tributo en trabajo que se debía a los incas era también una muestra de su explotación. El imperio descrito por el escritor no era tan armonioso como afirma, pero los principios descritos, la Ley de hermandad, la Ley de pobres, sí estaban en funcionamiento. Cuando dice que la miseria no existía antes de los españoles, El Inca Garcilaso tiene razón. De hecho, el sistema bloqueaba la posibilidad de una explotación ilimitada de la mano de obra, fenomeno éste que se generalizaría en los tiempos modernos en Europa. En el mundo andino había un imperativo : evitar que cualquier miembro de la comunidad cayera en la pobreza. La redistribución de una tercera parte de la tierra a los campesinos daba cuenta tanto de la existencia de la propiedad colectiva como de una concepción especial del individuo, visto como miembro de una comunidad. Esto se plasmaba en la forma de calcular el principio de redistribución de la tierra y en las unidades de medida. Los españoles gastaron tiempo tratando de averiguar qué medida europea era equivalente al tupu que menciona Garcilaso en el capítulo ocho del libro quinto. Un intento condenado a fracasar ; porque el tupu era de hecho mucho más que una unidad de medida. Designaba la cantidad de tierra necesaria en un momento dado para alimentar a un ser humano. Era una cantidad relativa, relacional. Este sistema de medición entrelazaba lo económico con lo social. Esta atención a la vida de los súbditos se manifestaba en el sistema de ayuda a los pobres y a los enfermos, que no era prerrogativa del Estado centralizador sino de la comunidad. Los comuneros atendían sus pobres, y tambien les correspondia arar la tierra de los enfermos, los ancianos o las viudas.

Por supuesto, lo que no dijo el Inca Garcilaso, como buen descendiente de la familia real incáica, es que en el origen de este sistema estaba el ayllu del mundo andino preincaico, esa comunidad basada en el parentesco, con su práctica del trabajo agrícola y las tareas comunes. Esta omisión provocaría la desafección del autor a partir del siglo XIX4. De hecho, hoy en día, trabajos como los de Henri Favre53 demuestran que el estado inca había integrado las prácticas del ayllu en su organizacion y en su redistribución tripartita. La reciprocidad característica de la comuna andina y las prácticas de don y contra-don, no desaparecieron con ellos. En cierto modo, el principio de redistribución de la tierra, aunque centralizado, fue una de las consecuencias del respeto del principio de reciprocidad por parte de los soberanos. Reprochar al autor de los Comentarios un error histórico consistente en atribuir a los incas lo que era propio de pueblos anteriores, es dejar pasar lo que está juego en este texto.

La escritura del autor es una estrategia política asumida: toma nota de un presente inaceptable y denuncia una pérdida real. Y es la conciencia de esta pérdida la que dará lugar a lo que los historiadores Alberto Flores Galindo y Manuel Burga han conceptualizado como « utopía andina ». Para ellos, el texto del Inca Garcilaso tiene un contenido ético-moral que luego resonó con las expectativas que existían en la población indígena. El deseo de liberarse de los invasores, que se había manifestado tanto entre los indígenas (con la revuelta de Taqui Ongoy entre 1564 y 1572) como entre las élites (con la resistencia del último Inca en el pequeño estado de Vilcabamba, que duró unos cuarenta años), se habría plasmado gracias a este texto. Poco a poco, el texto habría sido leído por los curacas, jefes étnicos locales que eran intermediarios entre el poder real español y el pueblo ,y habría migrado al mundo oral del pueblo . La idea del retorno del Inca, el mito del Inkarri6, haría del Tawantinsuyo el lugar de una utopía que atravesaría los siglos. El deseo de volver al pasado sería, de hecho, una forma de resistencia al injusto presente. Con ello, el Inca Garcilaso ponía las primeras piedras de un ideario político que se desarrollaría en los siglos siguientes.

2) Comunalismo incaico, bienes comunes y comunismo.

Como ya se ha dicho, La memoria utópica del Inca Garcilaso no sólo pretende rehabilitar una obra que ha sido clasificada apresuradamente como la de un mestizo ganado a la visión de los vencedores. Se trata de la historia de una recepción que se solapa con la del pensamiento político moderno en Europa y América Latina. Los Comentarios Reales, desde su publicación en el siglo XVII, han sido traducidos, leídos, releídos, publicados y reeditados hasta el siglo XX. El etnocentrismo del que solemos adolecer se tambalea un poco ante tal realidad .

En la América española, durante el período de la colonización española, los escritos de Garcilaso parecen haber producido dos tipos de lectura profundamente antagónicos. La primera es esa utopía mencionada anteriormente, que, a diferencia de las utopías europeas, no tuvo lugar en un lugar ideal, fuera del tiempo y del espacio (tal como ocurrió en el Viejo Mundo, con los escritos de Tommaso Campanella o Tomás Moro). Por el contrario, son un momento concreto de la historia y un lugar geográfico específico los que se asocian a esta utopía: el Tawantinsuyo, el imperio de los cuatro lados, que desapareció en la catástrofe. Levantamientos como el de Ríobamba, en 1763, con su autoproclamado Inca, la Gran Rebelión de 1780 y su carismático líder, Tupac Amaru II, y el del misterioso Juan Santos Atahualpa en la Amazonía peruana, en 1742, deben sitúarse en esta perspectiva.

La crítica del Inca Garcilaso se habría encontrado con las utopías cristianas que caracterizaron el siglo XVI y actualizaron corrientes mesiánicas que se remontan al siglo XII. Estas pretendían construir una comunidad cristiana unida, justa y espiritual. Tal sueño de volver a una iglesia primitiva y purificada en Europa a veces ha dado lugar a movimientos de revuelta popular. En el Nuevo Mundo, inspiró el gobierno de los hombres de ciertos funcionarios de la Corona, pudo encarnarse en las heterotopías de los misioneros jesuitas o fundirse con la utopía andina, como ocurrió, por ejemplo, a principios del siglo XIX, durante el complot de Juan Manuel Aguilar (en 1805, este católico, inspirado por sus visiones, quiso poner en el poder a un miembro de la élite indígena en un Perú independiente de España).

Pero hubo otra lectura de los Comentarios, una posterior, dirigida contra el invasor español, que apareció en el siglo XVIII, y que no nació en el mundo indígena, ni le dio cabida. Fue ideada por los criollos, los descendientes de españoles nacidos en el territorio americano, que querían liberarse de una madre patria molesta e independizarse. Esta crítica construyó su filosofía de la historia sobre el mismo referente imperial incaico, frente al discurso ilustrado europeo, que se articulaba en torno a la oposición civilización/barbarie. El admirable ejemplo del Tawantinusuyo permitió elaborar una versión descentralizada de la civilización, refutar la acusación de barbarie que pesaba desde el siglo XVI sobre los territorios de las Indias españolas, y fundar un patriotismo criollo, una concepción americana de la nación, que pudiera oponerse a la de los españoles. En este movimiento de apropiación, más antiimperialista que anticolonialista, del notable pasado precolombino, los indígenas del presente fueron separados por un cordón profiláctico de sus gloriosos antepasados y no obtuvieron el reconocimiento que sí se dio a sus antepasados.

En Europa, en el siglo XVII, un pensador como el español Francisco Murcia de la Llana inci-p :taría al rey español a inspirarse en el modelo inca por lo que toca al uso distributivo de las tierras del Estado, inaugurando así un movimiento de integración del pensamiento de Garcilaso en el pensamiento político europeo (1624). El relato de Los Comentarios Reales se convertiría así en el modelo de la utopía: evangelio de los pueblos oprimidos en el lado americano, vendría a ser una referencia para los letrados en el lado europeo. Más tarde, en el siglo XVIII, las ideas de Garcilaso tendrían un amplio eco. Inglaterra y Francia vivían entonces una explosión de miseria ligada a lo que Karl Polanyi llamó La Gran Transformación. El gigantesco proceso de despojo y acumulación de tierras, a través del sistema de enclosures inglés, por ejemplo, había arrojado a una masa de campesinos a la calle. En este contexto de desaparición de los bienes comunes, el Tawantinsuyo y su sistema de asignación de tierras según las necesidades familiares, sus formas de prevención social de la hambruna, aparecieron como una alternativa al feroz sistema en ciernes que se convertiría en el capitalismo. Y pensadores como el francés Etienne-Gabriel Morelly, filósofo poco conocido de la Ilustración, se inspirarían en el Inca Garcilaso para construir una primera filosofía « socialista ».

La obra del Inca Garcilaso tendría repercusión en muchos países, pero su impacto sería probablemente mayor en Francia, con cuatro reimpresiones de la primera traducción (realizada en el siglo XVII) y una segunda traducción durante el siglo XVIII. Con cien años de diferencia, en sus introducciones a los Comentarios, los dos traductores coinciden en reconocer el alcance universal del modelo incaico, su moral y su sistema. El traductor del siglo XVII, Baudouin, ya hace una crítica del oro como valor. El oro simboliza un materialismo destructivo y corruptor, y en una inversión de perspectiva, los nuevos bárbaros, los nuevos idólatras, son ahora los europeos y su fetiche, el oro. En Francia proliferaron los estudios, las obras de teatro, los relatos y las composiciones musicales relacionadas con el « Perú ». Se encuentran en personas tan diversas como Jean-Philippe Rameau con sus Indes Galantes o Voltaire en Alzire o les Américains. Esta ola moda tenía menos que ver con una moda del exotismo que con un cuestionamiento del eurocentrismo europeo y de los fundamentos de la modernidad. Gabriel de Mably, autor de los Derechos y Deberes del Ciudadano, fue más allá de la crítica a la propiedad privada como forma económica. Analizó los estragos causados por el auge del interés privado y el individualismo, que corrompieron a los ciudadanos. Propondría un modelo de sociedad basado en los bienes comunes, un sistema redistributivo que recuerda al de los incas. En cuanto a Gabriel-Etienne Morelly, considerado hoy en día por los historiadores como uno de los precursores del pensamiento socialista, señalaría, anticipándose a los pensadores posteriores, que la pobreza no es la desafortunada consecuencia de la propiedad privada, sino su imprescindible condición: la abundancia existe, pero sólo en ciertos puntos, lo que produce una sociedad aterrorizada por el miedo a la escasez. El filósofo desarrollaría una antropología de los bienes comunes, desafiando la idea poco criticada del « contrato social ». Para él, la vida humana es desde el principio vida social, vida entre otros hombres, siendo la primera ley natural la ley de sociabilidad. Su Basiliada, un modelo de ciudad de los comunes, se inspiró explícitamente en la organización del Tawantinsuyo.

Paralelo al auge de este discurso crítico, corría en la sociedad un contradiscurso legitimador de la desigualdad: en él se trataba de desvalorizar la organización de los incas, que se consideraba deficiente porque no existía el uso del dinero y, por tanto, su desarrollo era limitado. Estos pensadores, Louis Genty7por ejemplo, presentaron el mundo incáico como un momento de la evolución de las sociedades humanas, el de la infancia, oponiéndolo a la edad adulta que se caracterizaba por el dominio de la propiedad privada, principio normativo e incuestionable de la vida. Guillaume-Thomas Raynal8haría del interés privado la única motivación del ser humano, y de la propiedad privada la condición sine qua non de la civilización. Para él, los pueblos que no la conocían no eran sino salvajes nómadas. Para ambos intelectuales, el ser humano no vive sino para sí mismo, el afán de lucro y de dominio resume su horizonte. Es interesante observar que con la ofensiva contra los bienes comunes y la descalificación de los pueblos andinos, se desarrolló también una ideología patriarcal y eurocéntrica que reprochaba a las sociedades americanas su feminidad y salvajismo. Pero estas contraofensivas no impedirían el avance de la crítica a la propiedad privada. Durante la Revolución Francesa, Sylvain Maréchal, compañero de Gracchus Babeuf, autor de la Conspiración de los Iguales y lector de los Comentarios Reales, celebraríá la obra civilizadora del duodécimo Inca, Huayna Capac.

Más tarde, en el siglo XIX, durante los ciclos revolucionarios de 1830, 1848 y 1870, el sistema andino y su comunalidad ayudarían a imaginar un Nuevo Mundo europeo. La cuestión de la propiedad privada, ya planteada por las vanguardias del siglo XVIII, se convertiría en un tema importante en el contexto del auge del movimiento obrero y del nacimiento del socialismo. La comunidad de bienes, el comunismo o el socialismo se volverían temas candentes para los que abogaban por un cambio social; lo analizarían personas tan diversas como Saint Simon, Owen, Fourrier, Proudhon o Marx. En aquel entonces, los términos comunismo o socialismo, no se referían a un tipo de Estado o de gobierno, sino a una práctica de reparto, a la comunidad de bienes. Este era todavía el valor del término « comunista »cuando, a mediados de siglo, Etienne Cabet, fundador de una comunidad utópica en Texas en 1844, fue el primero en utilizarlo para describir el sistema incáico (1842).

Llama la atención el que la ciencia antropológica que surgió en esa época permitiera la difusión de estudios sobre el modo de propiedad de la tierra de los pueblos indígenas de América. Este nuevo conocimiento desafiaría la narrativa dominante de la propiedad privada. Esta deslegitimación llevaría a los pensadores reaccionarios a descalificar el modelo incáico, repitiendo las antítesis del siglo anterior, pero a la luz de las teorías de la evolución. Desarrollarían la idea de que la propiedad común de la tierra era un sistema que descansaba necesariamente en un bajo nivel de civilización y desarrollo económico, y afirmarían que esta forma había desaparecido en Europa9 y sólo sobrevivía en partes del mundo que estaban atrasadas en términos de evolución. Se esforzarían por demostrar que es una forma que pertenece al pasado de la humanidad. A finales del siglo XIX, Charles Letourneau, ferviente seguidor del darwinismo social y presidente de la Sociedad Antropológica de París, denunciaría la falta de libertad en el Imperio Inca, oponiendo la inmovilidad del Tawantinsuyo al movimiento ininterrumpido del progreso, y deplorando el freno puesto al desarrollo de los más fuertes en un mundo que protegía a los débiles. Y cuatro décadas más tarde, el economista ultraliberal Louis Baudin, teorizaría la existencia de un socialismo de estado incaico, insistiendo también en la poca libertad de la que gozaban los habitantes del Tawantinsuyo. Identificaría el proyecto de los utopistas de su tiempo con los logros del imperio incaico. Gracias a esta estrategia, descalificaba tanto la organización social andina como el socialismo moderno inspirado en ella. Como corolario de este enfoque, cuestionaría la « cientificidad » de los Comentarios, negando de hecho el valor histórico de la obra.

Los debates antropológicos sobre los pueblos indígenas no sólo provocarían una temprana oposición entre los defensores de la economía capitalista y los defensores de la justicia social. Esta disciplina emergente también desempeñaría un papel importante en la diferenciación de los movimientos revolucionarios. Un social-demócrata como Heinrich Cunowdesarrollaría la idea de un comunismo andino « primitivo » basado en las relaciones de parentesco, mientras que la espartaquista Rosa Lusembourg preferiría hablar de comunismo « antiguo ». La autora rechazaba el evolucionismo implícito en el término « primitivo ». Para ella, no hay ruptura temporal entre los pueblos modernos y los pueblos andinos del pasado: estos últimos estaban « tendiendo la mano » a los revolucionarios del futuro. Al igual que Rosa Luxemburgo, otros intelectuales criticarían la modernidad y la noción de arcaísmo que la acompañaba, anticipando movimientos mucho más recientes. Insistirían en el eurocentrismo presente en la noción de comunismo primitivo. Este concepto tiene sentido dentro de una visión « estatista » de las etapas de la sociedad, visión característica del socialismo dogmático que se desarrollaba en la época. Rosa Luxemburgo discrepa, va más allá del principio estatal de distribución y presta atención a lo que hoy es un tema importante para los movimientos indígenas del continente americano: la comunalidad, el papel de la asamblea, cuya importancia ha subrayado un antropólogo como Guillermo Bonfill aún hoy para México y que ha estado o está en el centro de movimientos como la comuna de Oaxaca (2006) o los caracoles zapatistas. Fue esta comunalidad propia del ayllu la que los gobernantes incas tuvieron que tomar en cuenta en la organización del Tawantinsuyo.

Esta comunalidad, que atraía a los marxistas europeos no dogmáticos, como se podia esperar, también interesó a los revolucionarios latinoamericanos, anarquistas y marxistas, o a los pensadores progresistas como los indígenistas. En la región andina, la idea de un comunismo incaico, que apareció por primera vez en un artículo de Benjamín Carrión en 1912, contribuyó a la transformación del anarquismo peruano, el cual estaba muy marcado por su origen europeo y por un racionalismo que a veces rozaba el positivismo. El anarquismo de los inicios, como el indigenismo de la misma época, era paternalista: en ambos movimientos se trataba de educar a « nuestros indios », expresión utilizada por un intelectual, Manuel González Prada, precursor de la corriente indigenista y conocedor de los Comentarios. Este incriminó la destrucción de la cultura inca, afirmó que el pueblo indio era el verdadero pueblo de Perú y reivindicó la importancia de la justicia social y la moral para la civilización. Sus puntos de vista influirían en los anarquistas, que entonces veían una contradicción entre una cultura indígena vuelta hacia el pasado y un desarrollo sin el cual su situación económica no podía mejorar.

En la segunda década del siglo XX se produjo un cambio en la comprensión de las élites en el poder por lo que toca a lo que llamaban el « problema indio ». Los anarquistas se interesaron por la historia andina y descubrieron la organización social del Tawantinsuyo. Valoraron el principio del « trabajo en común », la distribución de los productos del trabajo según las necesidades de la gente, el trueque y el espíritu de solidaridad que había prevalecido en el antiguo mundo de los incas.

Un fénomeno semejante transformariá el indigenismo peruano. El indigenismo, ese poderoso y protéico movimiento en defensa de los indígenas, fue obra de intelectuales mestizos ilustrados. A principios de siglo, los primeros indigenistas denunciaron la inaceptable situación social de los indígenas y valoraron su historia antigua, pero sin articular ambos planteamientos. Importa señalar cómo se vinculan los itinerarios, colaboraciones y mutaciones de los anarquistas e indígenistas peruanos. Estos vaivenes demuestran que la cuestión de la transformación social y la del lugar de los indígenas en la sociedad y en la historia debían contemplarse conjuntamente.

Este cambio se produce al tiempo que comienza un nuevo ciclo de revueltas campesinas indígenas. Dichas rebeliones reflejan el protagonismo de quienes deben ser reconocidos como sujetos. Esto llevó a una transformación de las organizaciones para la protección de los derechos indígenas, como la API, Asociación Pro Indígena, fundada en 1909.  La API, que realizó una notable labor de creación de redes en el país cuando se fundó, estaba compuesta principalmente por mestizos y blancos, que a menudo se enfrentaban por sus divergencias políticas. Cuando desapareció en 1916, algunos de sus miembros continuaron con sus actividades y, junto con líderes indígenas, en 1919, fundaron el Comité Central Pro Indígena. Su periódico, Tawantinsuyo, contaba con la ayuda de trabajadores anarcosindicalistas, otra muestra de la interpenetración de los planteamientos indígenistas y anarquistas. Los que dirigían la nueva asociación eran indígenas y mestizos. Alfredo Gómez Müller insiste en lo que califica como la andinización del indigenismo y del anarquismo peruano de la época. Y al lector le llama la atención la alineación de dos procesos : el desarrollo de nuevos ciclos de luchas indígenas y la tranformación de las organizaciones, cuando empiezan a involucrarse en ellas aquellos a los que se pretendía « proteger ». Esto cuestiona la genealogía de las luchas indígenas que imperó durante mucho tiempo y hacía enfasis en el último cuarto del siglo XX ; tal cronología tendía a reducir las luchas anteriores a un acápite de la agenda política blanca o mestiza.

Igualmente llamativo es el hecho de que uno de los más prestigiosos intelectuales comunistas del primer siglo XX, José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Comunista Peruano, integrara la aportación de la historia andina en su perspectiva revolucionaria al asumir la idea del comunismo andino. Este heterodoxo centraría su enfoque en los indígenas, y llegaría a decir que el verdadero proletariado del Perú eran ellos. Tambien es de notar que el futuro miembro de un partido marcado por su estrúctura jerárquica y el papel fundamental asignado al Estado, se fijaría sobre todo en el comunismo que existía antes del Estado Inca. El Tawantinsuyo había sido destruido pero la comuna andina anterior había sobrevivido y se daba una continuidad evidente entre la comuna indígena del pasado y la del presente : ambas se fundaban en la cooperación, una cooperación que en un futuro socialista podría convertirse en cooperativa. En aquel entonces, la idea de un sújeto indígena de la revolución era inaceptable, al igual que la rehabilitación de lo arcáico y la crítica al progreso desarrolladas por Mariátegui. De hecho, el intelectual peruano estaba llevando a cabo una descolonización del pensamiento revolucionario, estaba haciendo del comunismo, más allá del modo de producción, una cultura, un alma, un espíritu. Para el peruano, el hombre era un animal metáfísico, y el mal de la modernidad era que carecía de alma. En la tradición de Sorel, Mariátegui abogaba por la idea de un mito que nos permitiera pensar en el futuro y proyectarnos en él. De hecho, de lo que hablaba era de la utopía, aunque prefería llamarla mito.

Reflexiones finales

Esta historia de la recepción de una obra del siglo XVII nos invita a plantearnos cuestiones que han vuelto a ser pertinentes hoy en día, como las de los bienes comunes, la identidad y sus aporías, la relación entre la « raza »y el Estado-nación moderno, o el eurocentrismo. Este eurocentrismo resulta malherido por la lectura, pues descubrimos un pensamiento utópico moderno constituido en diálogo con la experiencia americana. Y eso nos lleva a observar la importancia de los procesos de traducción cultural en la formación de la modernidad occidental. Es la pluralidad de esta modernidad la que el autor nos invita a pensar, siguiendo así la estela de autores que, como Bolívar Echeverría, percibieron el carácter heterogéneo de la « modernidad » y vieron el papel que desempeñó Hispanoamérica en este proceso.

Hoy en día, el concepto de utopía andina ya no tiene el éxito que tuvo en los años ochenta cuando Flores Galindo y Manuel Burga lo acuñaron. No cabe duda de que la deriva sangrienta de Sendero Luminoso, que en los años 90 se inspiró innegablemente en esta memoria andina, ha contribuido en gran medida a esta desafección. Pero ~también en este caso es apropiado usar el plural, y hablar de las utopías andinas16. Esto es lo que hace Alfredo Gómez Muller cuando examina las distintas utopías, la memoria andina y la comunalidad.

Las utopías andinas se encuentran con las utopías cristianas que acompañaron al “Descubrimiento”. Los movimientos revolucionarios utópicos del mundo andino fueron a menudo obra de indios cristianizados. El Inca Garcilaso era cristiano. Y más tarde, en el siglo XX, la teología de la liberación, con su preferencia por los pobres y los oprimidos, también estaría en esta línea.

Como lo señala el autor en el prólogo, su objetivo era, en primer lugar, afirmar la presencia de los Comentarios en la memoria utópica a largo plazo, en Europa y en América Latina. La cuestión del valor histórico de los Comentarios no le preocupa. Lo que le importa es la circulación y refuncionalización del contenido de los Comentarios a lo largo de los siglos, a ambos lados del océano. Asi como la permanencia de un principio de redistribución y una ética, en el centro de los proyectos de transformación social radical. La utopía, que el autor define en su oposición a la ideología, como la voluntad de acabar con un poder injusto, se vuelve hacia el pasado para recuperar una herencia, un rescate que en su momento logró el Inca Garcilaso.

Y así es como debe entenderse el capítulo con el que se cierra este estudio. Es un comentario sobre el último libro del escritor José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Arguedas describe una de las modernas bocas del infierno, el puerto peruano de Chimbote, que en los años 50 fue el primer puerto pesquero del mundo. En este mundo, al parecer olvidado por Dios, los hombres y las mujeres son destrozados, los peces desaparecen, las aves perecen y el biotopo es destruido. Esta crítica ya ecológica del capitalismo depredador no es una simple declaración de desesperación. El relato está enmarcado por citas que remiten al manuscrito precolombino de Huarochiri y al mito quechua de los zorros cósmicos, portadores de sabiduría y conocimiento. Estos mismos zorros también están presentes en la diégesis, encarnados en un Visitante y un Mensajero, con aspecto de indios aculturados. Los dos hombres, que bien podrían ser una sola persona, revelan que está pasando de verdad en Chimbote. Pues los zorros estaban allí mucho antes que los españoles, mucho antes que los incas. Siguen estando ahí y permiten a los hombres y mujeres dominados acceder al conocimiento y, por tanto, a la posibilidad de luchar. Hombres y mujeres afirman en un mundo malo otra alma, enamorada de solidaridad y de intercambio, a la vez moderna y en fase con los tiempos antiguos, una visión que se actualizó más tarde en el Buen Vivir ecuatoriano o boliviano. Las palabras de los zorros cósmicos suenan como una palabra mítica, el relato, como un manifiesto político. Este vínculo entre el núcleo mítico y la construcción política, que estaba presente en la obra del Inca, lo volvemos a encontrar aquí.

Claude Bourguignon Rougier

Universidad de Grenoble. Francia

E-mail: claude@prougier.org