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ISSN 2244-7334 / Depósito legal pp201102ZU3769 Vol. 15 N° 1 • Enero - Junio 2025: 10 - 11
Desde tiempos inmemoriales, las sociedades han construido un entramado de reglas escritas, consuetudinarias o morales cuyo fin último es ga- rantizar la convivencia armónica y el bienestar co- lectivo. Estas normas nacen del consenso, explíci- to o tácito, de quienes reconocen la necesidad de modular nuestros impulsos individuales en favor del orden y la justicia. Sin embargo, en las últimas décadas hemos asistido, casi sin notarlo, a un des- apego creciente hacia ese sentido originario de la obediencia: entendida no como servilismo, sino como un acto consciente de reconocimiento del otro y del bien común. Al relegarla al ámbito de lo obsoleto o, peor aún, de lo autoritario, corremos el riesgo de deshilachar el tejido que nos une como comunidad.
Obedecer una norma positiva, desde un semáfo- ro hasta un precepto ético, no equivale a renunciar a la libertad, sino a expresar una responsabilidad compartida. Cada señalización y cada artículo de nuestro ordenamiento jurídico, encarnan un espíri- tu de orden: promueven la coexistencia pacífica, la igualdad de oportunidades y el respeto a los dere- chos ajenos. Cuando ignoramos esas directrices, el aparente beneficio individual un cruce imprudente, un atajo al margen de la ley deja tras de sí inseguri- dad y desconfianza. El incumplimiento, lejos de ser un gesto inocuo, cataliza el caos y socava la co- hesión social, que es el auténtico cimiento de toda convivencia.
No obstante, la historia está llena de ejemplos en los que desobedecer lo establecido, ha sido mo- tor de progreso: desde las luchas por los derechos civiles hasta las grandes reformas políticas que co- rrigieron injusticias. Esa tensión entre obediencia y transgresión es inherente al devenir humano: mien- tras la norma preserva la estabilidad, la disidencia estimula la reflexión y la evolución. El verdadero problema surge cuando “tener la razón”, se convier- te en coartada para invalidar cualquier regulación, pues abandonamos el diálogo y entramos en una espiral de intereses contrapuestos donde la única certeza es la ruptura del tejido social.
El desafío contemporáneo radica en recuperar una obediencia reflexiva no impuesta, sino elegida capaz de reconocer la función positiva de las nor- mas como garantías de equidad y respeto mutuo. Para ello hacen falta educación cívica, espacios de participación donde las reglas se debatan y actuali- cen, y una cultura de responsabilidad individual que entienda la obediencia como ejercicio de libertad. Porque, paradójicamente, la verdadera libertad no se halla en la ausencia de límites, sino en la capa- cidad de elegir permanecer dentro de ellos.
En breve, “estar dentro o fuera de la norma” deja de ser un simple dilema jurídico para convertirse en una cuestión de confianza: confiar en que la ley protege, que la norma orienta y, al respetarlas, sal- vaguardamos el bien común. Aquellas sociedades que han equilibrado obediencia informada y espíri- tu crítico afrontan mejor los retos de la modernidad
—desde la adaptación a la revolución tecnológica hasta la resolución pacífica de conflictos—. Recu- perar ese equilibrio es, hoy más que nunca, una tarea urgente si queremos que cada decisión, por sencilla que parezca, defina con acierto nuestro rumbo colectivo y el legado que dejaremos a las generaciones futuras.
Al acercarnos una vez más a una reforma cons- titucional, comprobamos que las normas no pierden vigencia; por el contrario, se mantienen incólumes como marco en el que se inscribe el pulso cam- biante de la sociedad. Toda modificación, por más apremiante que parezca, debe enmarcarse en un procedimiento normativo claro y transparente. Es precisamente ese entramado procedimental lo que garantiza que el cambio sea legítimo y equitativo, evitando que la mera urgencia se convierta en pre- texto para la arbitrariedad.
La historia nos enseña que las reformas apre- suradas, desprovistas de debates rigurosos y sal- vaguardas ciudadanas, han generado convulsio- nes sociales y agravado desigualdades. Cuando se acelera el proceso sin equilibrar el impulso innova- dor con mecanismos de participación y revisión, el poder disruptivo de la novedad puede deteriorar un sistema que, aunque imperfecto, brinda estabilidad y previsibilidad.
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Por ello, innovar “dentro de la norma”, no sig- nifica renunciar a la transformación, sino entender que la norma es también el aliento de la evolución: permite mejorar y adaptar el ordenamiento a nue- vas realidades sin sacrificar la cohesión social. De hecho, la fortaleza de una norma radica en su ca- pacidad de revisarse de manera flexible y legítima, incorporando las voces de expertos, ciudadanos y grupos vulnerables.
En última instancia, creer que podemos obrar en nombre de una verdad o una justicia suprema sin respaldo normativo equivale a sucumbir a la más crasa incivilidad. La verdadera madurez democráti- ca radica en reconocer que, incluso para el cambio más urgente, existen cauces y límites: deliberación pública, escrutinio legislativo y el imperio de la prue- ba. Defender el derecho a reformar y, simultánea- mente, respetar el proceso con su ritmo, sus votos y sus garantías es el gesto más genuino de nuestra libertad. Solo así, con responsabilidad y visión de futuro, lograremos que cada reforma fortalezca, en lugar de fracturar, el tejido social que nos une y nos define como comunidad.