Revista Venezolana de Gerencia (RVG)
Año 27 No. 100, 2022, 1502-1517
ISSN 1315-9984 / e-ISSN 2477-9423
Cómo citar: Alvarez, M. (2022). Centralismo y formas de Estado: identificación, caracterización y vínculo. Revista Venezolana De Gerencia, 27(100), 1502-1517. https://doi.org/10.52080/rvgluz.27.100.14
Centralismo y formas de Estado: identificación, caracterización y vínculo*
Alvarez, Mariano**
Resumen
En América Latina, los conceptos de centralismo y formas de Estado evolucionaron conjuntamente; pero, si bien tienen vínculos entre ellos, la relación no es determinante. Resulta necesario preguntarse qué implica ser un país unitario o uno federal y cuál es la diferencia entre un proceso de descentralización y uno de desconcentración. A través de una revisión y consolidación bibliográfica, el objetivo general del artículo es determinar qué formas de Estado pueden asumir los países y cómo se vinculan con los procesos de reversión del centralismo. Los objetivos específicos son, primero, identificar cuáles son los procesos de reversión del centralismo y en qué se diferencian; segundo, establecer cuántas formas de Estado existen y qué caracteriza a cada una; y, tercero, observar cómo interactúan ambas tipificaciones. Como conclusión, el trabajo presenta una clara diferenciación y vinculación entre ambas clasificaciones, lo que permite analizar de mejor manera la configuración institucional de los países.
Palabras clave: Formas de Estado; Centralismo; Descentralización; Federal; Regional
Recibido: 27.05.22 Aceptado: 08.07.22
* El presente artículo se basa en la investigación doctoral del autor Alvarez (2016)
** Licenciado en Ciencias Políticas, Magíster en Estudios Internacionales y Doctor en Estudios Latinoamericanos. Profesor de la Universidad Austral de Chile. Email: mariano.alvarez@uach.cl, ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4367-2918
Centralism and State Forms: Identification, Characterization and Linkage
Abstract
In Latin America, the concepts of centralism and forms of State evolved together; but, although they have links between them, the relationship is not determinant. It is necessary to ask what it means to be a unitary or a federal country and what is the difference between a decentralization and a deconcentration process. Through a bibliographical review and consolidation, the general objective of the article is to determine what forms of State countries can assume and how they are linked to the processes of reversal of centralism. The specific objectives are, first, to identify which are the processes of reversal of centralism and how they differ; second, to establish how many forms of State exist and what characterizes each one; and, third, to observe how both typifications interact. In conclusion, the paper presents a clear differentiation and linkage between the two classifications, which allows for a better analysis of the institutional configuration of the countries.
Keywords: State Forms; Centralism; Decentralization; Decentralization; Federal; Regional.
1. Introducción
En América Latina existe una gran confusión terminológica en el caso del centralismo, y de definición en las formas de Estado. Ello ha permeado el debate público, e incluso académico, especialmente en procesos como la reforma constitucional en Chile. Por ejemplo, existe una concepción errada de que los países unitarios son centralizados, en tanto que los federales no, cuando en realidad se trata de desarrollos paralelos que interactúan (Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social [ILPES], 2012). Si bien el centralismo mantiene relación con la forma de Estado, no determina a la misma, ni a la inversa. Los debates actuales demandan una nueva definición y tipología, que recoja los diversos y complejos procesos que se desarrollan al interior de cada Estado, y clarifique cuándo se trata de procesos de reversión del centralismo, qué caracteriza a las distintas formas de Estado y cómo interactúan estas tipologías.
Existen ya clasificaciones que aúnan ambos criterios, siendo la más difundida la propuesta por Lijphart (1999), quien definió cinco tipos mixtos entre formas de Estado y centralización: federal-descentralizado, federal-centralizado, semi-federal (similar a la forma regional), unitario-descentralizado y unitario-centralizado. Sin embargo, su clasificación adolece de la variable desconcentración, proceso que se encuentra presente en muchos países latinoamericanos.
Otra clasificación similar es la de equilibrio de poder esgrimida por Falleti (2006, 2010), donde se establecen tres tipos de descentralizaciones (administrativa, fiscal y política) y seis secuencias en que éstas podrían tener sobre las relaciones de poder entre los presidentes y los gobernadores subestatales, estudio que se cruza con la variable de las formas de Estado. A diferencia de Lijphart, Falleti no propone una nueva clasificación que incorpore dimensiones desde ambas tipologías; en su lugar, toma a las formas de Estado como un dato dado y no como una variable, lo cual impide un análisis dinámico de la influencia de éstas.
El objetivo general del artículo es determinar qué formas de Estado podrían asumir los países y cómo se vinculan con los procesos de reversión del centralismo. Los objetivos específicos son, primero, identificar cuáles son los procesos de reversión del centralismo y en qué se diferencian; segundo, establecer cuántas formas de Estado existen y qué caracteriza a cada una; y, tercero, observar cómo interactúan ambas tipificaciones. Si bien existe una literatura amplia respecto de la temática, la misma se encuentra desactualizada y desarticulada. Ello se refleja en los distintos apartados, donde el primero identifica los distintos procesos de reversión del centralismo. El segundo apartado, propone los criterios para la identificación de las formas de Estados. En el último apartado se ofrece una vinculación analítica entre las dos tipificaciones.
2. Conceptualización de los procesos de reversión del centralismo
El centralismo se comenzó a estudiar de forma generalizada, desde el derecho y la económica (Von Haldenwang, 1990), cuando surge la preocupación por el desarrollo de las unidades subestatales. Si bien Mariátegui incluyó en su obra de 1928 un capítulo sobre “Regionalismo y Centralismo”, el mismo representó una excepción histórica que tuvo más relación con la consolidación de la estructura y configuración del país, que con el desarrollo a nivel subestatal. Asimismo, la obra de Prélot (1957) incluyó consideraciones de centralización y descentralización, pero presentadas desde el derecho y como una avanzada dentro de la literatura sobre el tema.
Fue recién a partir de la década de los ochenta que la temática cobró relevancia. Ello debido, por un lado, a los trabajos de Véliz (1980) y del Instituto Latinoamericano y del Caribe de Planificación Económica y Social [ILPES] (véanse Boisier, 1979, 1990; Palma, 1983; Palma & Rufián, 1989); y, por otro lado, a que los gobiernos de América Latina ingresaron en una fase de reversión del centralismo.
Este proceso, de por sí complejo e incierto debido a la interacción de variables económicas, políticas y culturales (Moscovich, 2015), recibió diversos nombres. Ello generó aun mayor confusión, debido a que cada denominación respondió en realidad a una forma y sustancia distinta. Esta liviandad en el uso del término llevó a emplear como sinónimos conceptos y palabras de contenido diverso (Boisier, 1990). En el presente apartado se espera arrojar luz respecto a los conceptos que se emplean en los distintos procesos de reversión del centralismo.
En primer lugar, se debe separar a la voz “deslocalización” de este grupo de procesos, debido a que la misma no consiste en una reversión del centralismo y no implica una nueva situación administrativa o política. Se trata únicamente del traslado físico de una oficina gubernamental, modificando su ubicación territorial, pero no quien ejerce sus funciones. Su titular continúa siendo la misma entidad, con las mimas relaciones de dependencia y bajo los mismos criterios administrativos (Boisier, 1990, 2004; Palma & Rufián, 1989).
La segunda voz que genera confusiones es “delegación”. Esta es la acción por la cual el Estado encarga a una unidad pública distinta a sí mismo, tareas de gestión e implementación, traspasando la responsabilidad en la producción y suministro de un bien, desde el gobierno hacia otras instituciones, que frecuentemente tienen una autoridad semiindependiente y no están localizadas en la estructura gubernamental (Rondinelli et al, 1989). No obstante, esta transferencia, no está acompañada por el traspaso de la titularidad de la función, ya que quien la delegó pueda reclamarla para sí en cualquier momento, atendiendo a criterios que él mismo establece. Por ello, si bien la delegación aumenta el número de actores, disminuyendo momentáneamente la concentración de funciones, no genera una situación política o administrativa permanente.
Por otro lado, Rondinelli, McCullough y Johnson (1989) consideran que la delegación puede tener como contraparte a corporaciones paraestatales o inclusive a empresas privadas reguladas. Sin embargo, si se involucra al sector privado es preferible utilizar el concepto de “privatización”, herramienta frecuentemente empleada para reducir directamente el poder estatal, transfiriéndolo a entes privados u organizaciones voluntarias (véanse Palma & Rufián, 1989; Rondinelli et al, 1989), de forma tal que se aliviane la estructura estatal. En esta dinámica, lo público y político se debilita, perdiendo centralidad en favor de lo privado (Carrión, 2002). La privatización debe ser separada de la descentralización debido a que su consecuencia “será una reducción de la administración pública en general, lo que no ocurre con la descentralización en la que el poder de la administración simplemente se distribuye en diversas instancias de gobierno” (Palma & Rufián, 1989:15).
Se debe reparar en que algunos autores incluyen a la “desregulación” dentro de la categoría de privatización o delegación. No obstante, cuando el Estado desregula no traspasa funciones, simplemente retrotrae su injerencia sobre el campo económico (véanse Rondinelli et al, 1989; Von Haldenwang, 1990; entre otros). A diferencia de la privatización o delegación, aquí no aumenta el número de actores intervinientes; pero sí se reduce la administración pública. Por ambas razones, la “desregulación” no debe ser considerada como un proceso de reversión del centralismo.
Los términos “deslocalización”, “delegación”, “privatización” y “desregulación”, no modifican la distribución de poder entre los distintos niveles de gobierno, a la vez que el control último de las funciones puede retornar a las manos del Estado, con la simple decisión de este. Por ello, se dejarán dichas voces de lado en el análisis, para centrarse en los procesos de “descentralización” y “desconcentración”. Estos términos son quizás los más difíciles de conceptualizar y los que mayores problemas presentan en los estudios. Ello se debe, en parte, a que las situaciones en los países no son puras, hay una gran variedad y grados de descentralización y desconcentración (Palma & Rufián, 1989). Asimismo, la literatura no arroja un acuerdo al respecto, las características presentes en la pluralidad de definiciones utilizadas por los académicos varían considerablemente y, en más de un caso, lo que para un autor es considerado descentralización para otro no lo es.
Un primer debate es si la definición debiese seguir al contenido transferido o al nuevo titular de la función. Cuando el foco es colocado en la sustancia a descentralizar, lo que se discute son las capacidades del nuevo titular. Es decir, la función es descentralizada, si el nuevo titular está facultado para tomar decisiones respecto de ésta. Si carece de dicha capacidad, se trata de una desconcentración de funciones (Palma & Rufián, 1989). Por ejemplo, si se transfiere el control del tránsito a los municipios, pero éstos no están facultados para decidir sobre qué normas aplicar o cómo aplicarlas, se trata de una desconcentración de funciones. El foco del análisis es colocado sobre el contenido y las facultades, no sobre la naturaleza misma del nuevo titular de la función.
Sin embargo, la mayoría de las definiciones prefieren colocar su foco sobre a quién es transferida la prerrogativa. Dentro del grupo de posibles destinatarios, Cabrero (1996) presenta una primera separación entre las transferencias hacia la sociedad civil, que ceden espacio a organizaciones no gubernamentales (Franco, 2004) y que se asemejan a la “delegación”, y hacia otro nivel de gobierno. Es sobre el segundo tipo que se producen procesos propiamente de reversión del centralismo. Para la caracterización y diferenciación de los procesos de descentralización y desconcentración, se emplearán dos criterios: por un lado, la forma y condiciones bajo las cuales es transferida la función y, por otro, la naturaleza de su destinatario.
Según el criterio del condicionamiento de la transferencia de funciones, para que un proceso sea considerado de descentralización, se debe permitir al nuevo titular de la función su ejecución de manera autónoma e independiente, con poco o ningún control por parte del gobierno central (Finot, 2001; Rondinelli et al, 1989). Esto puede generar confusión con la anteriormente vista capacidad de decisión, pero lo que aquí se busca es saber ante quién es responsable el nuevo titular, asumiendo ya su capacidad decisional.
Si quien toma la decisión debe responder ante el nivel local, se trata de descentralización; en cambio, si se es responsable ante el gobierno central, se está frente a una desconcentración (Larson et al, 2006). Asimismo, si la decisión puede ser revocada desde el gobierno central, la misma fue transferida en un proceso de desconcentración y no de descentralización (Palma & Rufián, 1989), debido a que se mantiene una jerarquía entre los niveles (Jordana, 2001). En definitiva, si se transfiere la función, pero “sin que el administrador tenga autonomía legal, responsabilidad ni representatividad política y administrativa respecto [de la misma]” (ILPES, 2012:62) no se puede hablar propiamente de descentralización. El proceso habría sido una desconcentración de funciones, pero las mismas continuarían sujetas, en última instancia, a un manejo centralizado.
El segundo criterio es la naturaleza del nuevo titular, es una de las categorías más difundidas y a la vez discutidas. Existe consenso respecto de la necesaria separación entre el nuevo titular y el gobierno central, pero la naturaleza misma del primero genera debates y complicaciones. La parte zanjada de la discusión se sienta sobre las bases de que un proceso de descentralización debe entregar las funciones a entidades autónomas o especializadas. Es decir, el nuevo titular no puede ser una agencia del gobierno central a nivel local y no puede encontrarse dentro de la organización centralizada o depender de órganos centralizados (Boisier, 1990; Carrión, 2002; Rondinelli et al, 1989; Von Haldenwang, 1990).
El primer punto en discordia es respecto al origen de la legitimidad del nuevo titular. Existen dos posturas que, si bien no son estrictamente contrarias, producen efectos muy diversos. Por un lado, quienes afirman que en la descentralización el nuevo titular debe ser elegido democráticamente (Larson et al, 2006; Palma, 1983) y que su cargo no puede ser revocado desde el gobierno central (Palma & Rufián, 1989). En otras palabras, si el nuevo titular tiene su origen en el voto de los ciudadanos bajo su jurisdicción y no puede ser designado o destituido por el gobierno central, se trata de un proceso de descentralización; caso contrario, se está desconcentrando la función, pero la titularidad de ésta continúa centralizada.
Por otro lado, están quienes se centran en la naturaleza jurídica del nuevo titular, sin observar el origen de éste; afirman entonces que es la personalidad jurídica la que determina frente a qué tipo de proceso se está. La descentralización se produciría cuando se reconocen competencias a organismos que tienen personalidad jurídica, presupuesto y normas propias de funcionamiento. A su vez, los entes pueden ser creados directamente por el Estado, pero en tanto su personalidad jurídica sea distinta a la de aquel, el proceso continuará siendo de descentralización (Boisier, 1990). La corriente, centrada en la naturaleza jurídica del nuevo titular, ha sido rebatida, colocando como ejemplo que existen colectividades con personalidad jurídica tradicional, pero que están sometidas jerárquicamente al gobierno central (Palma & Rufián, 1989).
A los fines del presente estudio, se entenderá por descentralización la transferencia de funciones con su correspondiente poder decisional, a un gobierno subestatal elegido democráticamente y autónomo respecto del gobierno central. En tanto que un proceso será considerado de desconcentración cuando se produzca una o más de las siguientes circunstancias: transferencia de funciones sin capacidad decisional, transferencia a gobiernos subestatales designados por el gobierno central, o ubicación de dependencias de organismos centrales en el nivel subestatal.
Bajo esta conceptualización, es necesaria una aclaración terminológica: un Estado es centralizado o se encuentra descentralizado o desconcentrado en ciertos aspectos, pero no puede tener un grado menor de centralización. Es decir, un Estado es centralizado o presenta grados de descentralización o desconcentración, pero no presenta grados de centralización. El grado de desconcentración dependerá del número de organismos públicos que transfieran funciones a gobiernos subestatales o que ubiquen dependencias en el nivel intermedio o local. Asimismo, los procesos de descentralización (que son los que presentan mayor complejidad analítica) pueden darse en algunas áreas al tiempo que otras se mantienen centralizadas, es decir, no se trata siempre de un proceso homogéneo y generalizado.
Los procesos de reversión del centralismo operan sobre diversas dimensiones de la distribución territorial de las funciones. A fin de poder analizar mejor su interacción con las formas de Estado, se los separará en tres grandes categorías: operativa, fiscal, y política (Falleti, 2006, 2010; ILPES, 2012; Moscovich, 2015).
La descentralización operativa (también llamada administrativa por algunos autores) es en la que se transfieren competencias de ejecución y operación de servicios públicos. Tiene lugar cuando se entrega la potestad de tomar decisiones finales respecto de la priorización y desarrollo de los procesos para la determinación, generación y entrega, tanto de servicios como de bienes públicos.
La descentralización fiscal se refiere a la capacidad financiera de generar y gestionar recursos propios. Este proceso de reversión del centralismo no siempre es frecuentemente dejada de lado, para centrarse en los procesos políticos y administrativos (Villamil, 2022); al tiempo que muchos panes de reforma tributaria actuales lo consideran (Rueda, 2021). La descentralización fiscal tiene lugar cuando se transfiere el control sobre la recaudación impositiva o sobre el gasto de los recursos (ciertos autores utilizan descentralización económica, refiriéndose tanto a desregulación y privatización (Von Haldenwang, 1990) como a la transferencia de procesos productivos (Finot, 2001). El control sobre la recaudación rara vez se dará de manera total, debido a la necesidad de financiamiento del Estado; asimismo, es posible centralizar la recaudación al tiempo que se descentraliza el gasto, debido a un pacto que redistribuye los recursos.
Por último, la descentralización política son reformas destinadas a desarrollar la autoridad de los actores subestatales o abrir nuevos espacios de representación a través de la elección directa de los políticos locales. Tiene lugar, por ejemplo, cuando los cargos políticos dejan de ser designados desde el gobierno central, y pasan a ser electos. Con ello, se democratiza el poder y el control final sobre el titular de la función política se radica en la población local, haciendo de ésta un actor más informado y participativo (Blas et al, 2022), que reclama mayor transparencia en la gestión local (Fernández, 2020).
3. Acercamiento y definición de las formas de Estado
Este apartado revisa la complejidad del análisis de las formas de Estado, con el propósito de identificarlas, para luego observar cuáles son sus características distintivas. Pero antes de comenzar, es necesaria una primera aclaración respecto a la confusión existente entre las formas de gobierno y las de Estado. Las primeras “se refieren a los diferentes modos de constitución de los órganos del Estado, de sus poderes y de las relaciones de esos poderes entre sí. Por el contrario, las formas de Estado se refieren a la estructura misma de la organización política en su totalidad y unidad” (Porrúa, 2005: 464). Es decir, las formas de gobierno versan sobre la organización administrativa del Estado (por ejemplo, repúblicas o monarquías), en tanto las formas de Estado abordan la distribución territorial del poder. Ambas formas son independientes la una de la otra, pudiendo variar la forma de gobierno sin necesidad de que se altere la de Estado y viceversa.
Un primer inconveniente al momento de analizar las formas de Estado es que su estudio es relativamente joven. Históricamente las investigaciones eran respecto a las formas de gobierno, utilizándose el término formas de Estado para hacer referencia a una realidad distinta a la abordada por el presente estudio. Por ello, es posible encontrar textos que hablan de las formas de Estado “autocracia y democracia” (Biscaretti di Ruffía, 1975; Porrúa, 2005). Lo que se miraba era la relación entre los componentes poder y población del Estado, en tanto que la utilización moderna de la voz “forma de Estado” analiza la relación entre los componentes poder y territorio (Bidart, 1972). El primero es un punto de vista político, en tanto que el segundo es jurídico (Ramella, 1982). En el presente análisis se utilizará la acepción moderna o jurídica de la voz, es decir “para diferenciar la distribución espacial de la voluntad y de la actividad estatales, (forma de Estado) de la distribución no espacial de los órganos estatales creadores de la primera y realizadores de la segunda (forma de gobierno)” (López, 2004:275).
Dentro de la acepción moderna, existe un primer debate respecto al número posible de formas de Estados. Si bien la mayoría de los autores coinciden en una tipología clásica que diferencia entre formas simples (Estado unitario) y complejas (Estado federal y confederado) (Bidart, 1972; Juárez, 2012; Porrúa, 2005; Verdugo & García, 2004), no es un acuerdo generalizado y un recuento por la literatura especializada arroja una mayor amplitud de formas (García, 2010), donde se incluyen la unión personal y la real (García-Pelayo, 1951), y la confederada (Verdugo & García, 2004). No obstante, estas tres formas de Estado se encuentran en desuso.
La conceptualización de las formas de Estado responde a la distribución territorial del poder y su definición no ha sido simple en la literatura especializada, la cual es principalmente originada desde el derecho constitucional. Si bien la forma unitaria ideal no presenta tantas complicaciones, la forma federal ha sido objeto de los más diversos análisis y propuestas. Ello, en gran medida, debido a que el federalismo tuvo su primera manifestación histórica con la Constitución de los Estados Unidos en 1787 (López, 2004), por lo que ha existido la tendencia a juzgar el grado de federalismo de los países, respecto a las similitudes presentadas con el sistema estadounidense.
Por otro lado, el Estado regional aún se encuentra en una etapa de definición y se lo confunde, alternadamente, con el unitario y el federal. Se revisarán a continuación las atribuciones esgrimidas para cada forma, a fin de discutir cuáles se tendrán en consideración en el presente estudio; no se pretende una lista taxativa de características, pero sí analizar las principales propuestas y definir las que efectivamente identifican a cada forma de Estado.
La forma unitaria, es la que todos los autores caracterizan por tener un solo centro de impulsión política (Ramella, 1982; Verdugo & García, 2004) y por ser la más antigua (Martínez, 2007). Para algunos autores es en la que la unidad política es perfecta (Roldán, 1924), por lo que García (2010) afirma que ya no es factible el Estado unitario clásico, debido a que todos los Estados han repartido algo de poder territorialmente.
Existen seis grandes atribuciones esgrimidas por los académicos para tipificar la forma unitaria. La primera es que cuenta con un solo gobierno que reúne los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, negando así la separación vertical de los mismo (López, 2004; Porrúa, 2005; Ramella, 1982; Roldán, 1924; Verdugo & García, 2004). No obstante, García (2010) indica que esta centralización vertical corresponde a la forma unitaria clásica y que puede no estar presente en las versiones modernas.
La segunda característica es que, de existir un solo gobierno, entonces no es hay divisiones políticas internas. Los países unitarios únicamente tendrían divisiones administrativas (Brügge, 1999; López, 2004), gobernadas de forma delegada y no en representación de sus ciudadanos, ya que su poder provendría del gobierno central y, aun cuando fuesen elegidos democráticamente, ejercerían sus funciones bajo la tutela del Estado (Ramella, 1982).
La tercera característica es que, de existir un solo gobierno sin divisiones políticas internas, entonces hay un solo territorio y un único pueblo, al cual todas las decisiones políticas obligan por igual (Juárez, 2012; Roldán, 1924; Verdugo & García, 2004).
La cuarta característica resume, en cierta manera, los puntos planteados por las primeras dos. Bidart (1972) habla de la forma unitaria como la que centraliza el poder territorialmente, término que es empleado también por Brügger (1999) y López (2004). Esta atribución presenta un problema analítico, ya que la utilización del centralismo como característica de la forma unitaria, impide la subdivisión de ésta en distintos tipos de Estados unitarios, de acuerdo con su centralización (como se verá en el siguiente apartado).
Las últimas dos características de la forma unitaria pertenecen a una línea argumental distinta, que nació con los primeros estudios del federalismo. Como aquellos se dieron desde la ciencia jurídica, el debate giró principalmente en torno a la soberanía (García-Pelayo, 1951). Por ello, la quinta característica de los Estados unitarios sería que la soberanía reside por completo en el gobierno central, el cual la ejerce sobre todo el territorio y todo el pueblo ( Martínez, 2007; Porrúa, 2005; Roldán, 1924). Esta característica ha sido fuertemente debatida, ya que la variable soberanía presenta toda una complejidad propia, por lo que se prefiere no considerarla (García-Pelayo, 1951).
Finalmente, la sexta característica se refiere a los poderes constitucionales. En un Estado unitario, el gobierno central sería el único con poder de mando original (Juárez, 2012), por lo que existe una sola constitución (Verdugo & García, 2004) y las divisiones administrativas no cuentan con facultades para darse una a ellas mismas (Ramella, 1982). Esta es la principal característica que diferenciaría al Estado unitario del federal (García-Pelayo, 1951).
La forma de Estado federal nació como una alternativa intermedia entre la forma unitaria y la confederación. Surgió en los Estados Unidos, bajo la necesidad de conformar un país que superase el estadio de confederación, pero que respetase las autonomías y particularidades de los estados que lo componían. Pero fue “en la literatura alemana donde surge la denominación Estado [f]ederal con un contenido preciso y como contraste entre las [c]onfederaciones y las nuevas formas de organización representadas, primero, por los Estados Unidos” (García-Pelayo, 1951:199).
Esta forma ha sido caracterizada desde muy diversas ópticas, ofreciéndose variadas atribuciones para definirla y generando fuertes debates. Asimismo, como las formas de Estado se separan entre simples y complejas (Porrúa, 2005), los mayores esfuerzos se dieron en diferenciar la forma federal de la confederada. A fin de poder identificar las características de la forma federal, primero se analizarán aquellas que fueron propuestas para diferenciar al federalismo de la confederación, luego las que no son definitorias y podrían generar confusión, para finalmente abordar las que actualmente caracterizan a la forma federal.
Las características que se podrían encontrar en los Estados unitarios, pero no en los confederados son seis. Primero, el Estado federal tendría un territorio que, aun cuando estuviese constituido por la suma de los territorios de sus estados miembros (Porrúa, 2005), le sería propio. Segundo, tendría una sola soberanía (García-Pelayo, 1951) que, tercero, sería expresión de su poder supremo (Porrúa Pérez, 2005), el cual, cuarto, sería omnicomprensivo (López, 2004) y, quinto, se ejercería directamente sobre todos los ciudadanos (Ramella, 1982) sin la necesidad de intermediación por parte de los estados miembros. Finalmente, no existiría posibilidad de secesión (Bidart, 1972; Novaro & Hroncich, 1926) ni derecho a anular decisiones nacionales, lo cual se plasma en el criterio jurídico de subordinación (García-Pelayo, 1951) o de supremacía federal (Bidart Campos, 1972) respecto al ordenamiento de las leyes.
Si bien estas caracterizaciones resultaron útiles al momento de ser elaboradas, en la actualidad se debate la existencia de confederaciones, por lo que diferenciar a los Estados federales de éstas no sería necesario. Además, las atribuciones mencionadas también se encontrarían presentes en los Estados unitarios, razón por la cual se las dejará de lado en la caracterización de la forma federal.
El segundo grupo de características genera en realidad más confusiones que certezas. La primera es que el Estado federal cuenta con una personalidad jurídica internacional que le es propia (López, 2004; Ramella, 1982) y que es la única, ya que sus estados miembros carecen de ella (Porrúa, 2005). Si bien esta característica corresponde a la diferenciación con las confederaciones (Bidart, 1972), el involucramiento cada vez mayor de gobiernos subestatales en asuntos exteriores (Alvarez, 2020; Luna & Oddone, 2020) podría llevar a que sean considerados como personas jurídicas internacionales, por lo que resulta mejor obviar esta propuesta.
La segunda característica, es una de las más antiguas y se relaciona con lo que Roldán (1924) denominó la soberanía interna, porque se trata del reparto (normalmente establecido en la constitución (Verdugo Marinkovic & García Barze, 2004)) de las competencias entre los distintos niveles de gobierno, bajo el concepto de coordinación (Bidart Campos, 1972). Es decir que “[l]as funciones estatales son distribuidas con arreglo a un principio corporativo territorial entre la Federación y los [e]stados miembros, de modo que su cumplimiento se lleva a cabo por la acción coordinada de los organismos de ambos” (García-Pelayo, 1951:15). Consecuencia de esta característica es que los Estados federales cuentan con un tribunal federal para dirimir los conflictos entre los distintos gobiernos subestatales o entre estos y el Estado (García-Pelayo, 1951; Martínez, 2007). Si bien la distribución de competencias y el tribunal federal son diferencias claras entre el Estado federal y el unitario clásico, no se podría decir lo mismo del Estado regional, el cual también cuenta con distribución interna de competencias y un órgano para la resolución de los conflictos que estas pudiesen ocasionar (Martínez, 2007). Por ello, se dejará a ambas características de lado.
El último grupo de atribuciones se compone de las características que se considerarán propias de la forma de Estado federal. Las primeras tres son la existencia de distintos niveles de decisión con poder originario de mando (Martínez, 2007; Verdugo & García, 2004); los cuales son igual de indestructibles que el todo (Brügge, 1999); y cuyas competencias no pueden ser modificadas sin su consentimiento (Verdugo Marinkovic & García, 2004).
La cuarta característica se deriva de la primera y es indicada por García (2010) como uno de los dos principios fundamentales de la forma federal. Siendo los estados miembros fuente originaria de mando, los mismo se autogobiernan sin la intervención del Estado (Roldán, 1924). Es decir, la forma federal “compensa en la unidad de un solo [E]stado la pluralidad y la autonomía de varios” (Bidart Campos, 1972:117). Dicha autonomía se ve claramente reflejada en que la elección de las autoridades locales recae en la sociedad de dicho estado (Ramella, 1982) y que el gobierno central no ejerce tutela respecto al gobernante (Verdugo & García, 2004).
El poder originario de mando y la autonomía fundamentan la quinta característica, según la cual los estados federados se dan sus propias constituciones locales, sin la intervención del poder central, siempre que no sean contrarias a los principios de la constitución federal (García-Pelayo, 1951; Martínez Sospedra, 2007; Ramella, 1982; Roldán, 1924; Verdugo Marinkovic & García Barze, 2004). Es decir, los estados libremente eligen y modifican su ordenamiento interno.
De lo anterior se deriva la sexta característica, que es la existencia de un orden legislativo y judicial local (Roldán, 1924; Verdugo & García, 2004). Esta característica es, según Jordana (2001), la principal diferencia entre la forma federal y la unitaria. No obstante, debe entenderse a la misma en relación con la autonomía constitucional, ya que las regiones subestatales también pueden contar con órganos legislativos y judiciales, pero éstos no derivan de una constitución que le sea propia, por lo que el gobierno central podría modificar las leyes que les dieron cabida (García-Pelayo, 1951).
La última característica es el principio de participación en la formación de la voluntad general, que se ve reflejado en la elaboración de las leyes nacionales y designación de cargos federales, y en la reforma de la constitución nacional (García, 2010; García-Pelayo, 1951; Martínez, 2007). Ambas situaciones se dan, generalmente, a través de la cámara federal del órgano legislativo nacional, la cual representa a los estados miembros (Porrúa, 2005). El principio de participación en la voluntad general reconoce el derecho de los estados a involucrarse en las decisiones del gobierno federal (Bidart, 1972) y en la actividad suprema de la vida constitucional (Verdugo & García, 2004).
De más reciente aparición es la forma de Estado regional o autonómico, la cual se presenta como un extenso proceso de descentralización de un Estado unitario, que genera regiones autónomas (López, 2004; Martínez, 2007). “La expresión fue utilizada por primera vez por Gaspare Ambrosini en 1933, pero la idea había sido expuesta anteriormente en las Cortes constituyentes de la República española (1931)” (López, 2004:282). Esta nueva concepción de forma de Estado surgió como una vía intermedia entre la unitaria y la federal (Brügge, 1999); de hecho, García-Pelayo (1951) solo la deja entrever cuando habla de que un Estado unitario que se descentraliza en regiones puede parecerse a uno federal, pero sigue siendo una forma distinta.
Su surgimiento ha respondido a la necesidad de definir una denominación para la distribución territorial del poder en países como España, Colombia, Italia y Reino Unido, y es por tanto una nueva concepción de forma de Estado (Brügge, 1999). En dichos países, los gobiernos subestatales se han visto empoderados al punto de poder cumplir funciones como las de los estados federados, pero sin poder ser catalogados como tales (García, 2010). Debido a dicha naturaleza es que se suele caracterizar al Estado regional a partir de sus similitudes y diferencias con las otras dos formas de Estado.
El proceso de regionalización de un Estado se realiza desde arriba hacia abajo (García, 2010), y es llevado a cabo por el gobierno central de un Estado unitario, a fin de dar respuesta a los reclamos de participación por parte de regiones subestatales étnicas, lingüísticas, económicas o geográficas, a las cuales se les otorga cierto grado de autonomía (Brügge, 1999). Ello se realiza sin asimilarlas a las características de los estados federados (López, 2004) y sin que esto se dé necesariamente por igual en todo el territorio (García, 2010). La confusión con la forma federal se da porque las regiones pueden tener poder legislativo y competencias similares a las de un estado federado.
Para identificar al Estado regional, Martínez (2007) propone siete características que la acercan o alejan a la forma unitaria o la federal, permitiendo así resaltar la naturaleza mixta del fenómeno. Por un lado, se asemeja a la forma unitaria debido a cuatro características: Primero, existe solamente un ente estatal con poder originario de mando, lo cual constituye una característica determinante y que ata a la forma regional a la unitaria y la diferencia de forma tajante de la federal; es el Estado quien crea a las regiones y no estas quienes pactan para crear al Estado.
Segundo, hay una única constitución y un único poder constituyente. Tercero, el poder regional no procede inmediatamente del pueblo de la región sino del Estado y se ejerce en los modos y formas provistos por la constitución y leyes nacionales. Cuarto, la organización de la región no se establece en una constitución regional, sino por en ley dada, o al menos aprobada, por el Estado.
Por otro lado, la forma regional se asemeja a la federal, por tres características: primero, existen una pluralidad de entes dotados de autogobierno. Segundo, estos entes ejercen su poder sobre sus respectivas jurisdicciones y, como resultado de la existencia de dos o más administraciones (la central y las subestatales) sobre un mismo territorio y población (el subestatal) se hace indispensable la distribución territorial de competencias.
Tercero, la distribución de competencias requiere que exista un órgano de solución de controversias. A las atribuciones propuestas por Martínez (2007) se suma una que había sido indicada ya por García-Pelayo (1951), quien señala que en el Estado regional no se participa en la formación de la voluntad nacional ya que la cámara federal del órgano legislativo nacional, necesaria para la formulación de leyes y la reforma constitucional en un Estado federal, no se encuentra presente en los Estados regionales, donde la participación de las regiones no es requerida para dichos procedimientos.
Quedan entonces establecidas las características de las tres formas de Estado a considerar. La tipología resultante no es una clara matriz de definiciones sino un conglomerado de características bajo las cuales debe analizarse cada país para poder posicionarlo en el continuo que conecta a la forma unitaria, con la regional y la federal, y que tiene que ver con la relación entre los componentes poder y territorio del Estado. Asimismo, se trata de tipos ideales que admiten variaciones. Cada país es un caso especial, particularmente en los Estados regionales (García, 2010); pero también en los federales, ya que el equilibrio de poder entre los gobiernos subestatales y el central variará de acuerdo con diversos factores (sistema electoral, de partidos y fiscal, entre otros), generando distintas variaciones de federalismo (Falleti, 2006, 2010).
No obstante, es importante señalar dos puntos. Por un lado, es casi imposible encontrar formas puras (Brügge, 1999; Palma, 1983; entre otros), lo que se presenta es un continuo que va desde la forma unitaria a la federal, pasando por la regional. Al indicar que un país se encuentra organizado en una de dichas tres formas, lo que se hace es posicionarlo en la zona de influencia de dicha forma, pero a sabiendas de que existen muchas variantes de ésta. Por otro, el nivel donde reside el poder originario de mando es una determinante clave que separa la forma de Estado federal de la regional, por lo que no es posible pensar en un Estado regional que se “federalice”.
4. Conclusiones
Tanto el centralismo como sus procesos de reversión afectan y son afectados por la forma de Estado del país en que acontecen. Esta conclusión, para responder al tercer objetivo específico del artículo, recoge las dos clasificaciones abordadas y propone una vinculación. No se trata de una relación determinante, pero sí que impacta en cada una de las variables y que permite establecer una vinculación entre ambas dimensiones. Los Estados pueden ser centralizados o estar bajo procesos de descentralización o desconcentración, a la vez que pueden ser clasificados en uno de los tres tipos ideales de formas de Estado. El cruce de las dos tipologías permite identificar mejor a cada país, de acuerdo con las características de su distribución territorial de poder y al grado de descentralización/desconcentración de las decisiones.
De esta forma, el análisis de un país determinará por separado su forma de Estado y su centralismo, para luego observar qué procesos de reversión del segundo se han llevado a cabo, de acuerdo con las categorías de descentralización operativa, fiscal y política.
La descentralización operativa puede tener lugar en cualquiera de las tres formas de Estado. Pero en la forma unitaria, ésta debe haber sido primero objeto de una descentralización política, caso contrario se estaría frente a una desconcentración. Ello, debido a que una descentralización operativa hacia autoridades delegadas, no cambiaría al responsable último de la decisión y, por tanto, no generaría una descentralización sino una desconcentración de funciones.
La descentralización fiscal puede ocurrir tanto en Estados unitarios, como regionales y federales, pero en el primero, éste debe haber sido descentralizado políticamente, de lo contrario se trata de una desconcentración. Por ello, se debe analizar siempre el origen de los recursos, debido a que el gasto no siempre es una clara señal de descentralización, debe haber sido acompañado primero de la capacidad de generar los recursos que se gastan.
La descentralización política, en principio no puede tener lugar en Estados federales, debido a que sus unidades subestatales poseen poder originario de mando, es decir que las facultades políticas les son propias. No obstante, esto no excluye ciertos tipos de descentralización política que sí podrían tener (y han tenido) lugar en Estados federales, como lo son los procesos de incorporación (la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos), creación de estados (cuando Brasil elevó el territorio federal de Amapá a la categoría de estado) y la creación de circunscripciones (como el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en Argentina). Sin embargo, en estos casos el Estado no descentraliza políticamente hacia los estados, es con el aval de éstos que se está incorporando o creando una nueva figura hacia la cual luego se descentraliza políticamente.
Por último, los procesos de desconcentración pueden tener lugar en las tres formas de Estado, donde también podrán darse en las esferas operativa, fiscal y política. No obstante, se recomienda utilizarlas siempre como categorías residuales. Es decir, si un proceso de reversión del centralismo no reúne las condiciones de descentralización, será de desconcentración.
Debido a la naturaleza cambiante y evolutiva de los países, se debe notar que estos no se mantienen siempre dentro de la misma categoría, pueden desplazarse de acuerdo con decisiones políticas o procesos de unificación. La introducción de la forma de Estado regional ha generado que estos cambios no solo se presentan en los procesos de reversión del centralismo, también lo hacen en la forma de Estado; por ejemplo, España, siendo un Estado unitario, procedió a la descentralización política hasta adoptar la forma de Estado regional.
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