NOTAS Y DEBATES DE ACTUALIDAD

UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 22, n°. 76 (ENERO-MARZO), 2017, PP. 91-97 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL

CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA.


Antilenguaje, Poética de la Marginalidad y Utopía en Juan Radrigán

Anti-Language, Poetics of the Margin and Utopia in Juan Radrigán

Francisco José FRANCISCO CARRERA Susana GÓMEZ REDONDO

GIR Trans-REAL lab

Doctorado en Formación en la Sociedad del Conocimiento. Universidad de Salamanca, España.

Dpto. de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Universidad de Valladolid, España.


Resumen


En el presente trabajo queremos centrarnos en la obra del escritor chileno Juan Radrigán y su obra El loco y la triste. En ella analizaremos aspectos tales como el uso del antilenguaje, el desarrollo de una poética de la marginalidad y una voluntad de representación utópica. A través de una lectura atenta del texto nos ocuparemos de ver cómo Radrigán consigue crear espacios que se alejan del centro para explorar de manera utópica la periferia, lo que incide en una creatividad del margen muy rica.

Palabras clave: Antilenguaje; marginalidad; utopía; creatividad.

Abstract


In the following work we shall focus on the work by Chilean author Juan Radrigán and his play El loco y la triste. We will analyse in this work aspects such us the use of antilanguage, the development of a poetics of the margin and an utopic will of representation. By means of a close reading of the text we will see how Radrigán manages to create spaces which get away from the centre to explore in an utopic way the periphery, this provides a very rich creativity of the margin.

Keywords: Antilanguage; marginality; utopia; creativity.


Recibido: 01-09-2016 ● Aceptado: 29-10-2016


El presente trabajo trata de dilucidar algunos aspectos de El loco y la triste1, pieza teatral de Juan Radrigán en la que se ponen de relieve diversos recursos relacionados con el lenguaje y el antilenguaje, así como lo que Enrique Luengo, en un ensayo sobre otra obra del autor chileno, califica de “exceso lingüístico” como “estrategia de resistencia”2.

Ambos aspectos pueden ser entendidos como modos de actuación de lo utópico, pues buscan interactuar con un orden dado para lograr un mundo nuevo y mejor: en cualquier caso un mundo distinto, aunque todo mundo distinto, para ser reconocido, para poder entenderse, ha de presentar objetivaciones ya conocidas en la primera representación conocida por el perceptor.

Junto a ambos presupuestos, y en un intento por definir algunos de los rasgos esenciales que conforman el universo radriganiano en general y el de esta obra en particular, bien podríamos recurrir al término poética de la marginalidad para describir algunas de las peculiaridades en las que se inscribe dicho texto dramático. Esta poética de la marginalidad se acerca a la utopía, pues es voluntad de exploración del margen y reflexión de lo que es y lo que puede llegar a ser.

Será a partir de esta perspectiva, cuya piedra de toque es la transgresión lingüística y sus posibilidades de experimentación expresiva, desde donde trataremos de abordar un análisis basado en la desjerarquización del lenguaje literario a través de la defensa de los márgenes y su potencialidad poética y utopizante, frente a la tradicional hegemonía cultural y artística que representa el centro y su dominio.

Radrigán es, a nuestro entender, el preclaro ejemplo de que la lírica no es patrimonio exclusivo de las logosferas dominantes, esto es, los estratos cultos que parecen detentar el marchamo del buen gusto y el estándar de lo bello y lo correcto (amén de la producción, la distribución y el consumo de los objetos culturales y artísticos bendecidos por la doxa). Antes bien, más allá de cualquier teorización no sólo lingüística sino sociológica e incluso axiológica, el dramaturgo chileno demuestra certeramente que la posibilidad poética radica en cualquier acto del logos (por no hablar de lo extraverbal y sus recursos), independientemente de cuál sea la extracción social o el substrato cultural donde se ha nacido.

Según Halliday, un antilenguaje nace en el seno de una “antisociedad”, esto es, “una sociedad que se establece dentro de otra como alternativa consciente a ella, es un modo de resistencia, que puede adoptar la forma de simbiosis pasiva o de hostilidad activa, e incluso de destrucción”3.

Nada más consciente en Radrigán que el uso de un lenguaje al margen como indagación expresiva y creativa que atenta contra las normas de la sociedad hegemónica. En su caso, la transgresión no es tanto esa relexicalización a la que aludiera Halley, sino la recontextualización de ese léxico marginal, circunscrito a la periferia, que rompe sus límites para dominar (pues no lo hace solo de rondón, sino plenamente) la esfera de lo escrito, reino de lo culto.

Es, pues, esta forma de atacar las normas que rompe el marco lo que hace de esta propuesta dramática una apuesta utopizante: el combate contra la detentación a de los circuitos culturales y su léxico ‘normativizado’, alternativa que violenta, libera y se transforma en poética sin escapismo.

Si la palabra antilenguaje hace referencia a un sistema lingüístico generador de significados sociales de una subcultura, contraculturales en tanto en cuanto son alternativos a los del orden establecido, el autor no sólo hace uso de este desvío como herramienta contestataria frente a la opresión lingüística,


1 RADRIGÁN, E (2009). El loco y la triste. CELCIT. Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral, Buenos Aires.

2 LUENGO, E (1999). “Poder, resistencia y reacción en ‘Hechos consumados’ de Juan Radrigán”, Latin American Theatre Review, Spring 1999, pp. 69-86. Si bien Luengo realiza en esta ocasión un análisis de Hechos consumados, muchas de sus conclusiones pueden ser aplicadas a la obra que aquí nos ocupa. No en vano responden a las mismas preocupaciones y reivindicaciones dramáticas y sociolingüísticas radriganianas

3 HALLIDAY, M.A.K. (1982). El lenguaje como semiótica social: la interpretación del lenguaje del significado. Fondo de Cultura Económica, México, D. C., p. 215.


sino que a través de él es capaz de imprimir una nueva dimensión al extrañamiento inherente al hecho poético. En su microcosmos gramatical y expresivo, el léxico y las formas marginales no sólo no perjudican a la expresión poética, sino que la dotan de nuevos sentidos y de una inusual potencia creadora. El sueño de la violencia estética y ética no solo produce resistencia, sino una voluntad poética de inusitada intensidad, un mundo expresivo paralelo y utópico en el que las clases marginales tienen no solo cabida sino determinación poética. Así, recalcamos aquí la potencialidad utopizante del antilenguaje, la palabra como acto creador y recreador, incidiendo en el mundo y moldeándolo de una manera particular, la manera en la que crea el verbo poético.

Radrigán abandona el centro para habitar la periferia como metáfora de lo utópico, en una apuesta no sólo ideológica sino también artística, en la que la imagen poética emerge cuasi virgen entre la expresión de lo marginal y un léxico ‘incorrecto’. Si lo obsceno es lo que está fuera de escena (eso que, cuando aparece, perturba), las imágenes de El loco y la triste se presentan bellamente obscenas (en tanto en cuanto extraescénicas) ante el espectador poco acostumbrado a ciertos registros lingüísticos.

La voz de los personajes de Radrigán reclama así una participación en la escena, un abandono de esa obscenidad a la que la exclusión del espacio estético la ha sometido secularmente, en un juego donde la subalternidad despliega sin tabúes culturales, sociales o estéticos, su profunda fecundidad expresiva. Mas si los personajes de dicha subalternidad no son conscientes del antilenguaje compartido por el colectivo al que pertenecen4, sí lo será no obstante su autor, quien llevará a la praxis dramática el concepto acuñado por Halliday5, al mostrarse plenamente consciente de estar creando una contrarrealidad cuyo resultado es el de legitimar su logos (y, por ende, su particular pathos de realidad al margen). Es, en suma, la voz de una antisociedad que decide emplear no sólo un lenguaje propio, sino que pugna por llevar la experimentación poética a las últimas consecuencias del afán literario y creativo.

Muchos son los ejemplos donde lo poético asalta sin previo aviso en medio de este antilenguaje o lenguaje de lo subalterno que sustenta la obra. La fuerza de lo lírico se impone al lector/espectador en las imágenes creadas por Eva o el Huinca (así como en las acotaciones, aunque en menor medida), donde se ejecuta una clara manifestación del discurso literario que, más allá de la evidente carga dramática del género al que pertenece, participa plenamente de lo poético.

La más básica definición afirma que, cuando el lenguaje se utiliza para producir belleza, para llamar la atención sobre sí mismo (manifestación autorreflexiva que interpela al lector y dice una y otra vez: “mírame, soy lenguaje”), actúa en él la denominada función poética. Lo importante, en suma (si se nos permite cometer el pecado de tamaña simplificación de la teoría literaria), no es tanto lo que se dice sino cómo se dice, pues el escritor pretende suscitar en el receptor una serie de sensaciones y emociones donde los códigos de lo connotativo superan por fuerza los elementos de la enunciación denotativa. Baste con mencionar esta elemental reflexión (no viene al caso adentrarse en un intento de definición epistemológica que ha hecho correr ríos de tinta a manos de poetas y teóricos) para situarnos ante la obra de Radrigán y una sucinta inserción literaria.


4 Prueba de ello son los esfuerzos de Eva por parecer integrada en la logosfera dominante. Junto a esta reflexión, algunos aspectos en torno al logocentrismo y el tradicional prestigio de las clases letradas frente a las de los márgenes se pueden vislumbrar en diálogos como los siguientes:

Eva : Desclasado serís voh, que tenís que firmar con el dedo gordo. A mí me mandaron a la escuela desde que era niña. Y mi mamá me obligaba a leer, era profesora y tenía puro libros buenos (Enumerando) Tenía la colección completa del Ridel, empastada y todo, tenía Genoveva Brabante, tenía el Chilote, de Miguel Cervantes...

(…)

Huinca : Se puede decir de las dos maneras, porque las palabras no significan una pura cosa. Pero no discutamos más, porque la filosofía me da sed.

  1. HALLIDAY, M.A.K (1982). Op. cit.


    Llegados a este punto, apelamos a Roland Barthes para hacer una suerte de declaración de intenciones, al manifestar que, como él, esta aproximación a la obra parte de observar la escritura más que la ‘escribiduría’ del texto6. Desde tal ángulo, “El loco y la triste” propone un universo para deambular por el lenguaje, un espacio de diálogo felizmente heteróclito y contradictorio, que se desliza sin fisuras entre el reclamo social y la lucidez creativa y poética. La obra bien podría ser calificada de rebelde heterodoxia, de inconformismo intelectual o de experimentación lingüística y utópica. En ella, palabra y lenguaje se transmutan para hacerse mensaje, no sólo de posturas sociales atentas a la periferia y los desposeídos de capital material (ya que no simbólico), sino, también y más allá, para convertirse en habitantes de pleno derecho de una sensibilidad lírica y su correspondiente cuota de hedonismo estético. En este despliegue del modo lírico palpita, repetimos, un aliento claramente utópico, como, recordemos, ocurre muy a menudo en las pulsiones líricas.

    Si, como manifiesta Enrique Luengo en su trabajo7, la voz contestataria que hay en la obra “reclama participar en el espacio estético de la colectividad a la que pertenece” como herramienta que “niega, desmiente y, por lo tanto expone la arbitrariedad de la norma estética preponderante”, cabe suponer que dicha negación encierra en sí misma la afirmación de nuevas posibilidades expresivas y poéticas. El mismo Luengo8 abre tal puerta, al señalar que “al recuperar las zonas o espacios considerados lingüísticamente marginales, Radrigán desafía y propone una estética que se expone como objeto de arte a la mirada de un espectador condicionado a recibir el objeto artístico dentro de los parámetros estéticos que ofrece la cultura dominante” (el subrayado es nuestro). La nueva estética de este objeto de arte diferente –pues no excluye en su otredad la mirada artística, sino que suma un nuevo extrañamiento, condición sine qua non para lo literario en opinión de los formalistas– haría así del texto un lugar doblemente extrañante y, por tanto, sumamente poético que se abre hacia lo utópico.

    Lo experimental, tan caro a las vanguardias en general, irrumpe en esa poética de lo múltiple como un desafío doble, al interpelar no sólo a las estructuras de lo social sino a las pertenecientes a los ámbitos estético y artístico. La escritura (que no la ‘escribiduría’ en terminología barthiana) se impone como herramienta transgresora y de resistencia social, de raigambre utópica, al enfrentarse desde una poética marginal a la cultura dominante.

    Por otro lado, es fácil concluir que toda ruptura ha de hacerse desde cierta (y bendita) temeridad intelectual, riesgo que no parecen estar dispuestos a correr todos los creadores. Radrigán se decide por ser el explorador que transgrede las leyes de la tradición lingüística y sus rituales, por no hablar de esa tendencia suya a situar la acción en una suerte de no lugar (por ende utópico) de abandono y miseria difícilmente de ser localizados. Es así cómo da cuerpo a una original (en ese doble sentido de la génesis y de lo insólito) cosmogonía, en la que teje un sistema que olvida cualquier certidumbre que proporciona el centro.

    Ahora bien, toda ruptura ha de hacerse desde esa ingenuidad. Es necesario cierto empeño en lo adolescente, cierta sacudida a la prudencia intelectual en lo que ésta pudiera tener de estático, para atreverse a franquear la segura barrera de lo establecido. De lo contrario, pertrechados tras los asideros de lo ya logrado, cómodamente instalados en lo precedente y su experiencia –lo maduro, en fin– sólo nos resta respirar el aire ya conocido –y muchas veces viciado– del conservadurismo creador. Me refiero a ese espacio donde, plenamente inmersos en la herencia artística y una férrea tradición fuera de toda


  2. BARTHES, R (1994). El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Paidós, Barcelona.

  3. LUENGO, R (1999). Op. cit., p. 75., si bien el ensayo de Enrique Luengo gira en torno a “Hechos consumados” y no a “El loco y la triste” específicamente, prácticamente todas y cada una de sus reflexiones pueden atribuirse indistintamente a las dos obras, ambas de Juan Radrigán.

8 Ibíd., p. 75.


heterodoxia y todo riesgo, la obra de arte y su lenguaje más endoxado (que de antemano se reserva el derecho de admisión), convierte al escritor ‘política, lingüística y hermenéuticamente correcto’ en provisional valedor de su herencia más aceptada, concediéndole así su beneplácito: la entrada a ese firme terreno de lo conocido –explorado– al que los métodos menos arriesgados tienden con afán de superviviente. Es entonces, instalados plenamente en el modus operandi de la bien-pensante y bien- hablante sociedad artística, cuando el creador se convierte en novicio susceptible de tomar sus hábitos para militar en sus filas y su discurso.

Pero toda doxa (incluyendo la creativa) exige un sometimiento: la negación de la apostasía en favor de la conversión, una entrega sin reservas no sólo de la fe creadora sino –y sobre todo– de nuestro particular lenguaje. Es el peaje que se ha de pagar en la carrera hacia la ortodoxia de la praxis intelectual, cuyo abandono conlleva el riesgo de ser rechazado. Es precisamente de ese espacio correcto y poco arriesgado (y por ende escasamente creativo), ajeno a la polémica y la desorientación heterológica y heteroglósica, de donde Radrigán huye como el heterodoxo del lenguaje que es. Su universo no requiere de la taxonomía al uso, pues es en lo híbrido de las fórmulas lingüísticas (y sociales) donde encuentra su más certera razón de ser.

La reinvención de los desposeídos y los silenciados permite al escritor la creación de un mundo nuevo, mundo por tanto propio de la utopía, donde desplegar, en palabras nuevamente de Luengo9, “la voz de un cuerpo que procesa y expone su historia y el sentido de su existencia a partir de una subjetividad transgresiva que reimagina y recrea el logos de la estructura simbólica dominante”. Dicha subjetividad, característica diferenciadora del género lírico en relación a la narrativa o al drama, vendrá a aportar un elemento primordial en su adscripción poético-utópica, al representar el mundo no como un reflejo exterior y objetivo, ajeno a la intimidad del sujeto, sino como una reconstrucción de un yo poético que, en el caso que nos ocupa, se hace presente en la voz (dramática pero también poética) de Eva y el Huinca.

El loco y la triste participaría(n) (obra y personajes), así, de la revelación y profundización de ese yo lírico al que le resulta imposible exiliarse de sí mismo (otrificarse en términos de Pessoa) para crear seres y cosas con un alto grado de distanciamiento. Si convenimos en que la esencia de lo poético no reside en la acción sino en la emoción –pues tiene la función de revelar la subjetividad– no es difícil concluir que la obra de Radrigán ostenta esta suerte de intimidad no narrativa, a la que el soporte del mundo simbólico imprime un evidente sello lírico.

La obra apenas ofrece una clara acción narrativa, sino que es más bien fruto de un espacio simbólico en el que, frente al carácter dinámico de otras obras teatrales cuyo fluir de la temporalidad es diametralmente opuesto a lo lírico, parece instalarse en un tiempo y un espacio detenidos. No en vano las vidas de Eva y el Huinca, así como sus diálogos y su entorno, se han quedado suspendidas de todo encadenamiento causal o cronológico, en su propia utopía de creación marginal.

La propuesta dramática se edifica, de este modo, sobre claves eminentemente poéticas, cuyo punto de fuga parece encontrar a priori determinadas concomitancias (tanto estilísticas como contenidistas) con esa lírica despojada, ausente de todo artificio, que proclama cierta clase de poesía llamada impura. Nos encontramos, pues, ante un andamiaje cuya apuesta parece ser una intencionada sencillez y que, en el caso de Radrigán, diríase ascendiera otro peldaño más, al internarse por los terrenos no sólo de lo simple sino incluso de lo ‘vulgar’. Pero tal vuelta de tuerca da pie a una gran paradoja: ese exceso lingüístico del que hablara Luengo10, cuya esencia hiperbólica acaba por fuerza alejándolo de toda sencillez.


9 Ibíd., p. 79.

10 Ibídem.


En una lectura superficial, el intencionado abandono de las formas dominantes parece incluir la renuncia al artificio en su pretendida desnudez ‘arrabalera’. Mas tal sacrificio es tan solo una apariencia, un engaño bien construido y empañado por el léxico utilizado, cuya categorización como antilenguaje no necesariamente lleva implícita la sobriedad. Marginalidad no es, ni mucho menos, sinónimo de simpleza, y más bien podría decirse que en El loco y la triste, la mesura brilla por su ausencia. Lejos, así, de la hipótesis del despojo, el texto dramático es un ejercicio de sobreexposición lingüística, en el que el exceso autorreflexivo (“mírame, soy lenguaje), autofágico en fin, le lleva a pensarse en todo momento.

¿Y qué es, sino este volverse sobre sí, la esencia misma del lenguaje lírico?

Junto a esta suerte de corte metapoético, la obra se salpica profusamente de figuras y tropos, en especial de brillantes imágenes (algunos relatos, como la alegoría del camión con alas y raíces en el monte de La esperanza, muy cercanos al realismo mágico), así como metáforas capaces de generar un sentido profundamente lírico. El tejido alegórico y poético de la obra goza de una densidad y un ritmo cuyo análisis en profundidad escapa por fuerza al presente. No obstante, baste decir que comparar, por ejemplo, la tibia tierra dorada con un pescado frito, posee el mérito de jugar con el lenguaje y la retórica desde un lugar nada común, donde es necesario ayudar al lector/espectador a vencer todo prejuicio incubado en el centro, y abrirle así la compuerta de acceso al nivel poético en toda su dimensión.

Junto a la reivindicación de libertades del Huinca y la ternura disfrazada de Eva, existe en el texto una constante preocupación por la emoción poética. Hallamos, así, el estatuto del lenguaje poético, agazapado tras ese antilenguaje en el que la enunciación y sus excesos se ponen al servicio de la emoción lírica. La pluma de Radrigán se empeña en la apostasía lingüística, sin que su postura social y estética le lleve a renunciar en ningún momento a esa adhesión inquebrantable, llena de fe, que nace de la erótica de la escritura, del hedonismo literario donde radica el lenguaje del deseo y el deseo del lenguaje (otra vez en terminología barthiana).

El chileno se sitúa con alevosía en las antípodas de la doxa. No hay sometimiento, sino una nueva, indomeñable y profunda vocación de aprehender nuevos territorios. Es la quietud de su inquietud la que se manifiesta: esa “llamada” de lo desconocido donde reside la esperanza de regresar a la estimulante orilla de lo ignoto, la oportunidad de una aventura lingüística que lleve al lector/espectador hacia lo inexplorado. Muestras todas estas, convendrá el lector, de lo utópico. Es la transformación del descubrimiento lo que la impulsa: la conquista incesante de nuevos lenguajes (y placeres) que es su misma naturaleza, su ethos y su pathos –pues todo proceso transformador conlleva el sufrimiento de una migración, el abandono de los universos ya transitados–. Pero el viaje, claro está, se encuentra también traspasado por el goce dramático y lírico.

Radrigán nos ofrece el discurso felizmente fragmentado, heteróclito, heterodoxo y desmitificador que conforma su universo, su propia utopía, cuya lengua oficial no es sino el antilenguaje y sus posibilidades lírico-emotivas. Enarbola la bandera de los márgenes, pero no se queda en la desobediencia sin más. Lo ideológico no excluye lo estético, pues tal negación conduciría inevitablemente a la ausencia de cualquier sostén artístico, una suerte de deconstrucción capaz de desembocar en un inevitable (e innecesario) suicidio creativo. No se trata, en fin, de la transgresión por la transgresión, como tampoco es válido un nihilismo sin más. El dramaturgo nos desarma porque es capaz de traspasar sin dejar atrás los sólidos cimientos de sus planteamientos sociales, para introducirnos en un mundo que, lejos de abandonar la subjetividad, apuesta decididamente por la poética y sus márgenes. Con la lengua del antilenguaje, Eva y Huinca hablan y nos enseñan a hablar el idioma de lo íntimo en esta nueva utopía que se despliega a lo largo y ancho del texto.

En nuestra modesta opinión, intuimos que ésa es la verdadera fuerza de El loco y la triste, su mayor

pulsión: la razón poética, en fin, que en Radrigán se encuentra situada a medio camino entre ideología y


emoción, logos y ethos, placer y pathos. Por suerte para nosotros, lectores/espectadores que tratamos de saborear con razones y delectación el sentido y el placer de la obra, la lírica y sus meandros se cuelan más allá del lenguaje y el antilenguaje, del logos y la resistencia, de la escritura y la escribiduría, para brindarnos no sólo un lenguaje de la resistencia, desjeraquizado y ecuánime, sino además gozoso y brillante. En suma: la poética de la marginalidad, la palabra del (y no al) margen.


AÑO 22, n° 76


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en diciembre de 2016, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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