UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23 , n° Extra. 1, 2018, pp .97-110 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
The Paradigm of Security and Tensions with Human Rights
Jorge Enrique CARVAJAL MARTÍNEZ ORCID: http://orcid.org/0000-0002-4478-3575 jecarvajal@ucatolica.edu.co
Universidad Nacional de Colombia, Colombia Universidad Católica de Colombia, Colombia
Este trabajo está depositado en Zenodo:
DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.1773321
Desde la última década del siglo XX los temas relacionados con la seguridad se han convertido en un referente del accionar político, social y jurídico. El texto tiene como objetivo, analizar el concepto de la seguridad en el contexto social-político y la respuesta frente a este modelo desde el discurso de los derechos humanos. Abordamos el estudio desde una perspectiva sociojurídica, con un enfoque cualitativo, en el cual se utilizaron referentes bibliográficos provenientes de la teoría social. El principal hallazgo consistió en evidenciar como las políticas basadas en la seguridad están en contravía del modelo garantista propio del Estado social de derecho.
Palabras clave: Seguridad, derechos humanos, cárcel, castigo.
Since the last decade of the twentieth century, issues related to security have become an important aspect of political, social and legal decision-making. The aim of the text is to analyze the concept of security in the social- political context and its impact on punishment as a form of social control. We approached the study from a socio-legal approach, with a qualitative approach, in which bibliographic references from social theory were used. The main finding was to show how security-based policies are not based on a guarantee model of the social state of law.
Keywords: Security, human rights, prison, punishment.
Recibido: 22-06-2018 ● Aceptado: 19-07-2018
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INTRODUCCIÓN
El discurso de la seguridad, se ha convertido en un referente que es cada vez más recurrente en el mundo contemporáneo. Los aspectos tratados desde la seguridad son diversos, se abordan temas como: la inseguridad vial (Velandia Montes: 2013), la inseguridad ciudadana (Velandia Montes: 2015a), la indemnidad sexual de los menores de edad, las redes criminales (Velandia Montes: 2015b), la migración (Velandia Montes: 2015a), el terrorismo y problemas fronterizos. También son discutidos los modelos de organización y el papel de la policía (Silva García: 2003a; 1998). Esta amplitud produce una pluralidad de visiones o posturas, en ella intervienen: políticos, actores sociales, medios de comunicación y sectores económicos, que se sienten con autoridad de opinar frente al tema (Carvajal Martínez: 2008), bajo la idea de que el saber especializado no tiene la capacidad de dar respuesta satisfactoria a los problemas que enfrentan las sociedades y que ella solo se puede encontrar en el saber común (Velandia Montes: 2014; 2015a).
La seguridad se ha convertido en el eje de la discusión de lo político y lo social, este modelo ha desconocido otros componentes de conflicto como, por ejemplo, la estructura económica, la violencia de Estado, la exclusión social o el papel de las transnacionales. En este aspecto se suprimen debates como los planteados por Oscar Mejía, quien afirma, que existe una relación estrecha entre modelo económico neoliberal y democracia formal, en donde prima las lógicas del mercado y los intereses de las transnacionales, quedando la participación en un segundo plano (Carvajal Martínez: 2008). A lo político se le va a despojar del poder de determinar el rumbo de la economía y se presentará una subordinación de la política a las directrices económicas. De tal manera que los problemas de distribución e inequidad de este modelo no son abordados con la misma dimensión que la temática de la seguridad, este último aspecto es lo que predomina en la agenda del poder (Moya Vargas: 2015a; 2015b).
Si bien es innegable que la inseguridad, es un fenómeno social que debe ser atendido por la política pública por medio de medidas de control social, con el fin de desarrollar un orden social que otorgue garantías a los ciudadanos sobre sus derechos, lo cierto es que desde sectores del poder se promueve la inseguridad como incertidumbre-temor o miedo (Corey Robin: 2004). A partir de del miedo, el derecho penal se ha convertido en la principal herramienta para el desarrollo de medidas tendientes a otorgar seguridad, desde allí se impulsan medidas de control social de corte represivo, autoritarias o populistas, traducidas en la creación de nuevos tipos penales, el aumento de penas y la cárcel como escenario de castigo (Elbert: 2009; Restrepo Fontalvo: 2014; Velandia Montes: 2015a).
Este modelo ha sido liderado desde el poder y auspiciado por los medios de comunicación, los legisladores, la cooperación internacional y diferentes centros de conocimiento que validan el discurso orientado al populismo punitivo (Carvajal Martínez: 2010; Moya Vargas: 2012; Velandia Montes: 2015a). Este populismo punitivo se empieza a gestar cuando los medios audiovisuales realizan la cobertura del hecho delictivo, concentrándose en el dolor de las víctimas y de los familiares de las víctimas y sus manifestación de reclamos de justicia, este escenario genera la empatía ciudadana por el clamor de justicia de las víctimas, lo que hace que la clase política reaccione a favor de este sentimiento, lo cual tiene la adopción de diferentes medidas populistas, como por ejemplo, el aumento desmedido de penas (Barata: 2008). Esto ha generado en la sociedad una opinión cuyo sentimiento va orientado a la búsqueda de la seguridad como el aspecto más importante para resolver por parte de los políticos y de la sociedad (Moya Vargas: 2013).
La presente investigación tiene como objetivo analizar el concepto de la seguridad en el contexto social- político y su incidencia en los derechos humanos. Para ello se recurrirá al análisis documental y tendrá como punto de reflexión epistémica la seguridad como discurso del poder, a cual se constituye en paradigma del control social. Este texto sintetiza algunos elementos de orden teórico y realiza una aproximación a las lógicas que la globalización, el neoliberalismo y la seguridad.
Las partes que contiene el texto son tres. En primer lugar, se estudia la seguridad como paradigma hegemónico, tema que busca analizar son los nuevos valores políticos y sociales que emergen en el escenario de la post-guerra fría; en segundo lugar, se analiza la política de la seguridad en torno al control social y Castigo; y el tercer lugar, contrasta el modelo imperante frente a los derechos humanos. Por último, presentamos las conclusiones y la bibliografía.
La hegemonía se enmarca como una creación de un modelo de pensamiento que busca inducir a todos los ordenamientos sociales a compartir similares propósitos, como guía para el orden social. En este sentido, nos acogemos al siguiente término de hegemonía como el poder de la clase dominante en hacer que sus intereses se asuman por otros sectores sociales como propios (Mouffe: 1998).
En la actualidad la hegemonía está vinculada al modelo neoliberal el cual promueve la apertura de mercados y la privatización. De manera concomitante se construyó una política internacional, liderada desde Estados Unidos Norte América que tiene como prioridad la lucha contra el terrorismo y la inseguridad. Este modelo se ha caracterizado porque pone en duda los espacios internacionales de derechos humanos, y otorga al poder ejecutivo nuevas lógicas de excepcionalidad y de atribuciones con las cuáles restringen las garantías de los derechos.
Por otra parte, existe por parte de la sociedad un enorme sentimiento de inseguridad y como respuesta al reclamo por seguridad, la política pública construye diversas medidas con el fin de otorgar la anhelada protección. Se impone un nuevo paradigma de seguridad en la política y en el derecho penal (Bernal Castro: 2013). En este sentido desde el populismo punitivo se presentan las posibles soluciones frente a la inseguridad. Aparecen discursos que propenden por una transformación del sistema penal, además, el riesgo y la amenaza se convierten en elementos determinantes de la acción policial, se pone en duda los fines y las funciones de la resocialización y la rehabilitación de la pena. Por último, se comienzan a cuestionar las garantías legales, las cuales tenían como sustento el respeto a la persona humana, a la vida, la presunción de inocencia, el acatamiento de los derechos humanos, así como la unión entre legalidad y libertad (Restrepo Fontalvo: 2003).
Se desarrollan nuevos escenarios legales donde la leyes penales tienen por regla el incremento de las penas, más cárceles, la implementación de sistemas de monitoreo y de seguimiento, así como la incursión de nuevos actores como las empresas de vigilancia o seguridad privada, el denominado “vigilantismo” (González Mongui: 2013), con frecuencia orientado “a defender los intereses de unos pocos privilegiados, alejándose del principio del interés general y en ocasiones llagando a la violación de los derechos fundamentales” (Restrepo Fontalvo: 2014). Esta nueva dimensión de la política criminal y su vínculo con la seguridad, esta correlacionada con el nuevo modelo económico neoliberal, el cual es altamente excluyente (Moya Vargas: 2010).
Después de la guerra fría, la ideología de la “seguridad”, debe enmarcarse como parte de la representación de la globalización. En este contexto amenazas como el tráfico internacional de estupefacientes y de personas con fines de explotación sexual o laboral, la corrupción, el lavado de activos, los ataques a la ciberseguridad y el tráfico ilícito de armas de fuego, han emergido como desafíos multidimensionales a la seguridad humana y de los Estados (Pérez-Salazar: 2013; Silva García: 2000a). Esto junto con otros valores políticos e ideológicos sobre los cuales se ha fundamentado la agenda de la post- guerra fría, como lo son: el discurso de los derechos humanos, el modelo económico neoliberal y la democracia como referente ético, político y social. En la actualidad con matices y prioridades, propias de países o regiones, la agenda de la seguridad se ha constituido como un discurso hegemónico en el mundo, coincidiendo en medidas como las que propenden por la aplicación de doctrinas estado-céntricas basadas en medidas de contrainsurgencia y estabilización de “espacios ingobernados”, así como castigos más
severos, involucrarán análisis económicos, una agresiva política carcelaria para encerrar a los que delinquen, la excepcionalidad penal y la tolerancia cero (Moya Vargas: 2008; Pérez-Salazar: 2007; 2013). Esto se ha acompañado de manipulaciones de datos relativos a la criminalidad, acusaciones contra los académicos de oficiar como cómplices del crimen y distorsiones sobre las problemáticas que conciernen al delito, que fueron criticadas de modo contundente (Silva García & Pacheco Arrieta: 2001; Silva García: 2000b), pese a lo cual han calado en muchos sectores.
Ahora bien, a pesar de una coexistencia entre diversos discursos como democratización participación,
paz, derechos humanos y la seguridad, este último obtuvo una connotación especial con el 11 de septiembre de 2011. A partir de entonces, los Estados Unidos impusieron su modelo unipolar en las relaciones internacionales contemporáneas, así como su modo de resolver conflictos, el cual se ha caracterizado por tener un enfoque autoritario y represivo, ajeno a las directrices señalas por las instituciones del derecho internacional público como las Naciones Unidas. La política exterior de los Estados Unidos tiene tres pilares fundamentales, los cuales son: La libertad, la democracia y la seguridad nacional, esto se conoce como el “destino manifiesto”, lo cual no es otra cosa que la creencia de que son los Estados Unidos los que deben guiar el rumbo de la humanidad (Carvajal Martínez: 2010).
Si la caída del muro de Berlín y el derrumbe del modelo soviético, generaron en la conciencia colectiva del mundo la derrota del comunismo y las ideas de la consolidación del modelo democrático insertado en un nuevo orden capitalista. Con el 11 de septiembre, se dio un giro al modelo, los Estados Unidos se convirtieron en el regente del sistema internacional, con esto surgió una nueva fase en la política y las relaciones internacionales y un nuevo referente de análisis de las mismas basadas la seguridad (Gray: 2004).
Después del 11 de septiembre de 2001, un elemento que caracteriza la seguridad son las nuevas formas de excepcionalidad para el tratamiento de diversos temas a los cuales busca dar respuesta. Cuando se habla de seguridad se incluye temas tan heterogéneos como: el crimen organizado, la seguridad pública, la delincuencia juvenil, la migración y la lucha contra el terrorismo. Todos estos aspectos que tienen un origen diferente, son tramitados desde el discurso político como un problema de seguridad.
Las medidas que se toman de control social van a estar enmarcadas dentro de lo que Agamben ha denominado como estado de excepción, tesis que plantea que los estados modernos han permanecido bajo la excepcionalidad legal so pretexto de la defensa de las libertades o el orden social (Agamben: 2004). Así, por ejemplo, desde el actual concepto de seguridad, se han creado en varios países de occidente leyes que son presentadas como un medio o instrumento para la realización plena de las libertades públicas y para garantizar la democracia de los países frente a enemigos internos o externos. Paradójicamente, la reglamentación que se construye alrededor de la imagen de seguridad, es criticada por obstruir considerablemente la realización de los derechos fundamentales y de las libertades reconocidas en los pactos internacionales de derechos humanos y en las constituciones de los países (Restrepo Fontalvo: 2017).
En lo social, las políticas de seguridad se orientan a la construcción de discursos que buscan construir nuevos lógicas control y cohesión social. De tiempo atrás, las élites adelantaron un proceso de construcción social del imaginario acerca de la criminalidad y los criminales, que persiste hasta nuestros días, como puntal de una política de exclusión social que les resultaba favorable a sus pretensiones de control (Silva García: 2011a); como también repercuten en el proceso de construcción social de la decisión judicial (Silva García: 2001).
En este caso la seguridad no es un discurso aislado, es construida por las élites políticas y económicas que canalizan esta demanda de miedo colectivo, para fortalecer sus propios intereses. Este miedo recae sobre grupos de poblaciones por lo general los excluidos del modelo neoliberal como los pobres, los inmigrantes o personas de color.
Estas lógicas encubren la naturaleza y dinámica del conflicto social, puesto que no permiten advertir que las políticas de seguridad impulsadas, las definiciones de criminalidad impuestas y el uso dado a los aparatos
de control penal, obedecen a intereses de grupos concretos, que usan su poder de modo selectivo (Silva García: 2008).
Las lógicas de seguridad, logran generar un amplio consenso de diversos sectores sociales, dejando de lado otros aspectos como los efectos del modelo económico neoliberal que genera pobreza, el aumento de la inequidad, la desregulación laboral y las dinámicas de explotación y extracción de las transnacionales (Murillo: 2004).
Desde el discurso de la seguridad se generan diversas medidas encaminadas a dar respuesta a la solución de esta problemática. Una de las medidas más recurrentes se da desde el discurso del derecho penal con propuestas relacionadas con medidas de corte punitivo, las cuales se concentran en la creación de nuevos tipos penales, el aumento de poderes discrecionales de la Fiscalía (Silva García & Díaz Ortega: 2015), el incremento del castigo y la amenaza de la cárcel como solución al problema de la seguridad (Anitua: 2007), la determinación arbitraria del monto de las penas (Silva García & Velandia Montes: 2003), el uso selectivo y discriminatorio de la prisión (Silva García: 2008). Estas medidas terminan por generar una relación de tensión entre seguridad y la demanda punitiva frente al discurso de los derechos humanos (Bernal Castro: 2015).
La inseguridad ciudadana es uno de los elementos que se han utilizado como justificación de los incrementos del control social y de medidas populistas de corte penal caracterizadas por la creación de nuevas formas delictivas y la cárcel como forma de castigo. Ella ha motivado reformas y tentativas de reformas a la justicia, constitucionales y legales, con el pretendido pretexto de neutralizarla, aun cuando se hace evidente que su único propósito es reducir los espacios democráticos de la administración de justicia (Silva García: 2003c).
Ahora bien, es cierto que existe un incremento de la delincuencia a partir del 1990, estudios regionales hechos por la Cepal y el Banco Interamericano de Desarrollo, señalaban que desde la última década del siglo XX, en América Latina se presenciaba un crecimiento del crimen y la violencia, así como un aumento de la delincuencia en las principales ciudades de la región (Portes: 2004), aunque las cifras deberán, en todo caso, ser manejadas con la reserva propia de los datos de la criminalidad registrada (Restrepo Fontalvo: 2008). Varios tipos de delitos ofrecen rangos de frecuencia preocupantes, como el secuestro (Silva García: 2015), el homicidio, las infracciones contra el patrimonio económico y el narcotráfico.
Esta situación ha hecho de la seguridad pública una de las principales preocupaciones por parte de la ciudadanía (Moya Vargas: 2017a; 2017b). Sin embargo, se desconoce que el origen de esta situación esté relacionado con la política económica y los efectos del modelo neoliberal. Los fenómenos de contracción del empleo formal y el crecimiento de la desigualdad en la población han crecido producto del neoliberalismo económico, en este escenario no es de extrañar que algunos miembros de la sociedad acudan a mecanismos que están por fuera de la ley para mejorar su situación económica (Portes: 2004). Mientras que se desarrolla una estrategia para articular el poder judicial a los intereses de las élites (Silva García: 2006a).
A nivel global, la demanda punitiva ve el castigo representado en la cárcel, como el principal medio sobre el cual se pretende mostrar la eficacia de la política criminal. Hoy en día, el sistema punitivo, lleva con más frecuencia a personas a la cárcel y en este lugar, se presenta una alta vulneración de derechos humanos, acompañadas por un alto nivel de impunidad, ineficiencia y “selectividad” social (González Monguí: 2014). Como resultado, uno de los aspectos más críticos en el sistema penal, es la crisis humanitaria que se presenta en las cárceles producto de la sobrepoblación penitenciaria (Anitua: 2013; Silva García: 1995).
En el caso colombiano las estadísticas evidencian un crecimiento permanente de la población penitenciaria. Para 1993, dos años después de proclamada la Constitución de 1991, que instituyó a Colombia
como un Estado social y democrático del derecho, la población carcelaria en el país era de 29.114 reclusos con un hacinamiento de apenas el 4,68%. Para el 2016 la población carcelaria es de 121.356 personas privadas de la libertad bajo su custodia, sin contar con las demás personas que presentan una restricción de derechos, esto es, que tienen prisión domiciliaria, prisión en centros militares o municipales, sistemas de control y vigilancia electrónica, entre otros, todo lo cual nos lleva a una cifra de aproximadamente 172.000 personas. La tendencia siempre va en aumento, muestra de ello es que para marzo del año 2015 la población privada de la libertad era de 118.658 de manera que en un año aumentó en aproximadamente 52.700 reclusos. Al tiempo, la crítica ha desnudando las falencias estructurales e incongruencias de la finalidad resocializadora de la pena, así como de la opción retributiva propia de la teoría de la imputación objetiva que pretende erigirse en su alternativa (Silva García: 2003c).
Por otro lado, estadísticas oficiales señalan que el 60% de la población carcelaria es de adultos jóvenes entre los 18 y 40 años, con bajo nivel de escolaridad y de los delitos cometidos por los más pobres y no por las grandes organizaciones criminales o empresariales. En este contexto, el poder ejecutivo y el legislativo han mantenido sobre la idea del modelo del populismo penal, medidas similares se presentan en muchos países de occidente, tal y como lo señala Wacquant (2004) en sus trabajos.
Además de lo anterior, el modelo crea una nueva gramática y mecanismos de vigilancia que se esparcen en todos los escenarios especiales tal como sostiene Bauman, al plantear que existe un nuevo panóptico de vigilancia líquida, el cual nos somete a nuevas formas de control y vigilancia (Bauman & David: 2013).
A nivel global, durante las dos últimas décadas del siglo XX se implementó el modelo de Estado constitucional contemporáneo. Con esto se revitalizó el discurso de la democracia, las garantías jurídicas y los principios constitucionales que limitan el poder del Estado, estos aspectos se acompañaron del discurso de los derechos humanos y el respeto por las instituciones internacionales de derecho público (Restrepo Fontalvo: 2002).
Frente al tema del tratamiento de la seguridad pública, las Naciones Unidas -ONU- han defendido la necesidad de diseñar políticas dirigidas más a la prevención del delito, que, al populismo punitivo, en este sentido señala que:
(…) La “prevención del delito” engloba toda la labor realizada para reducir el riesgo de que se cometan delitos y sus efectos perjudiciales en las personas y la sociedad, incluido el temor a la delincuencia. La prevención del delito procura influir en las múltiples causas de la delincuencia. La aplicación de la ley y las sanciones penales no se incluyen en este contexto, pese a sus posibles efectos preventivos (ONU: 2010, p.2).
La comprensión del tratamiento del delito y la victimización es más amplia, se entiende que este fenómeno se desarrolla por diferentes causas, las cuales son el resultado de múltiples circunstancias que afectan directamente la vida de las personas y sus familias (Moya Vargas: 2016), los entornos locales y las oportunidades, así como situaciones que facilitan la victimización y la delincuencia. En este plano se plantea, así mismo, la discusión de la interpretación de las acciones que son definidas criminales, como formas de divergencia social dentro de un contexto de conflictividad social, caracterizadas por la diversidad, que son objeto de la intervención del control social penal, el cual de modo selectivo censura ciertos tipos de divergencia (Silva García 2012; 2011b; 2000c; 1999; 1996).
La política criminal debe ser entendida como:
(…) un conjunto de estrategias y medidas encaminadas a enfrentar, de manera específica, el fenómeno de la criminalidad, decidiendo qué comportamientos son ofensivos a bienes jurídicos
tutelados y relevantes para la sociedad y qué instrumentos deben utilizarse para prevenir y/o reprimir las conductas que atentan contra tales bienes (Cita & Quintero: 2011, p.105).
Las políticas de prevención del delito deben contener medidas y recursos extrapenales, con la finalidad de evitar que se dé la ocurrencia del delito, para brindar seguridad (Ibídem).
La aplicación de las medidas de prevención del delito debe proteger los derechos de los ciudadanos, los estados no pueden adoptar prácticas arbitrarias de intervención a las libertades personales, como la injerencia en la vida privada de las personas, el tratamiento irregular de bases de datos, la guerra preventiva, el monitorio, entre otras (Carvajal Martínez: 2010). Estas medidas preventivas deben ir en concordancia con los derechos humanos, en especial deben proteger los derechos a la libertad y privacidad de las personas.
Las medidas preventivas y la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos no deben tomarse a la ligera. Ferrajoli, citado por Domínguez (2009), realiza una crítica clara a lo que él denomina como un subsistema policivo y de orden público, que nace por las demandas sociales y desvinculado a los principios del derecho penal. Éste establece que el sistema policial de prevención y de factores de riesgo no puede ir encaminado a juzgar por las cualidades personales o por criterios subjetivos como la peligrosidad o si es sospechoso (Ibídem). Los factores de riesgo pueden auxiliar a las políticas preventivas del delito, pero no pueden ser utilizadas para saltarse el debido proceso legal en el marco del derecho penal.
La ONU, plantea que existen unos factores de riesgo se encuentran desde la esfera individual de la persona, las relaciones familiares, las diferentes comunidades locales, hasta la sociedad global. En este sentido, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito han establecido una serie de factores de riesgo como la política mundial, la economía global, los medios de comunicación, la comunidad escolar y local, las relaciones familiares, los factores individuales, entre otros (Naciones Unidas: 2011).
A nivel nacional existen diferentes clases de factores de riesgo importantes, dentro de las cuales se encuentra: la desigualdad de clases sociales, los altos niveles de corrupción, la calidad de la infraestructura, los patrones sociales y culturales entre otros. Todos estos tienen la capacidad de aumentar el riesgo de la comisión de delitos (Ibídem).
A nivel local los factores determinantes de riesgo son la deficiencia en las autoridades locales, fiscales y administrativas, la falta de prestaciones de los servicios básicos, la falta de condiciones para tener vivienda digna, precariedad en la prestación de los servicios educativos (Ibídem).
Finalmente, los factores de riesgo de nivel personal incluyen aspectos como causados por las relaciones familiares como el maltrato familiar, la pobreza, el aislamiento y las relaciones con amigos o compañeros que incitar a la comisión de delitos (Naciones Unidas: 2011; Restrepo Fontalvo: 2014).
Así mismo, se ha cuestionado la criminalización de ciertos comportamientos, como la inasistencia alimentaria (Silva García: 2003d); también se ha planteado la reinterpretación y limitación de la criminalización con relación a la invasión de tierras, el tráfico de drogas y el delito político (Silva García: 1997; 1998).
Las Naciones Unidas también han identificado otros factores de riesgo a gran escala como los grandes movimientos sociales, los desastres ambientales, las recesiones económicas, los cambios en las tendencias del gobierno y el comercio entre otras.
La importancia de lograr identificar los factores de riesgo de la comisión de los delitos es poder prevenirlos. Históricamente se han desarrollado una serie de medidas preventivas del delito, las cuales se encuentran centradas en el desarrollo, la protección del medio ambiente, factores sociales y comunales, entre otras. Sin embargo, algunas medidas de prevención han sido violatorias de los derechos humanos, como: las intervenciones sociales sin el respeto de los derechos fundamentales de las personas, el control policial desmesurado o medidas de la justicia penal arbitrarias han traído consigo violaciones a los derechos humanos que no han cometido ningún delito. Debido a esto las Naciones Unidas ha establecido cuatro categorías principales que deben tener en cuenta los estados al momento de poner en práctica los programas de prevención del delito, los cuales son: 1) La prevención del delito mediante el desarrollo social; 2) La
prevención del delito de base local o comunitaria; 3) La prevención de situaciones propicias al delito; y 4) Programas de reinserción social.
Entre nosotros, Restrepo Fontalvo (2014) ha adelantado unas propuestas de políticas preventivas, basadas en un paradigma humanístico de la criminología, con una minimización del “aparato represor” y enmarcadas en cambios sustanciales dentro del funcionamiento global de la sociedad.
Por otra parte, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos también se ha referido en diferentes ocasiones a la prevención de los delitos y a los principios que deben seguir las fuerzas policiales para proteger los derechos humanos de las personas más vulnerables como las mujeres, los niños, niñas; adolescentes, comunidades indígenas, personas migrantes.
La política criminal de los Estados no puede ser igual para todos los sectores sociales, como, por ejemplo, el caso de las personas migrantes y sus familias los cuales se encuentran en una situación de alta vulnerabilidad (especialmente si son mujeres, niños y niñas). Los migrantes no solamente son víctimas de la discriminación y la estigmatización por parte de diferentes sectores poblacionales que indican que los migrantes aumentan la situación de violencia y delincuencia en la sociedad, sino que también son víctimas de la criminalidad trasnacional (González Monguí: 2017) y la violencia estatal y privada. En este sentido la Corte Interamericana ha indicado:
(…) los migrantes se encuentran en una situación de vulnerabilidad como sujetos de derechos
humanos, en una condición individual de ausencia o diferencia de poder con respecto a los no‐
migrantes (nacionales o residentes). Esta condición de vulnerabilidad tiene una dimensión ideológica
y se presenta en un contexto histórico que es distinto para cada Estado, y es mantenida por situaciones de jure (desigualdades entre nacionales y extranjeros en las leyes) y de facto (desigualdades estructurales). Esta situación conduce al establecimiento de diferencias en el acceso de unos y otros a los recursos públicos administrados por el Estado (Corte Interamericana de Derechos Humanos: 2003, p. 112).
La vulnerabilidad a la cual se encuentran sujetas las personas migrantes va más allá de una situación de vulnerabilidad manifiesta, sino que esta tiene que ver directamente con el libre desarrollo de la personalidad, las barreras que se le imponen a los sujetos para desarrollar su plan de vida, la vulneración a los derechos a la libertad y la autonomía de ellos (Agudelo & Riaño: 2016).
Los Estados tienen una serie de obligaciones internacionales que deben adoptar con la finalidad de proteger los derechos de las personas en situación de vulnerabilidad. En este sentido existen obligaciones de carácter positivo, como, por ejemplo, la adecuación normativa de los diferentes instrumentos internacionales al sistema jurídico nacional, y las obligaciones de carácter negativo, con las cuales los estados se deben comprometer a no ejecutar ningún tipo de acción que ponga en riesgo las normas establecidas en los instrumentos internacionales y los derechos de las personas vulnerables (Daza: 2013).
Los Estados tienen la obligación de establecer una política pública de seguridad ciudadana que incorpore estándares de derechos humanos como límite infranqueable para la intervención de las fuerzas estatales. Y toda política sobre seguridad ciudadana debe ser definida por los principios de participación, rendición de cuentas y no discriminación.
Frente a la prevención de los delitos y la adopción de políticas públicas la CIDH ha indicado que las políticas no punitivas deben ser implementadas no solo por las agencias estatales, sino por organizaciones de la sociedad civil, la empresa privada, los medios de comunicación. El reconocimiento y activación de sinergias potenciales que pueden establecerse con estos agentes no estatales con capacidad transformadora, debe ser la orientación principal de estas “políticas blandas” (Pérez-Salazar: 2006; 2007; 2013). Las medidas de prevención social, comunitaria y situacional, tienen como objetivo intervenir sobre los
factores de riesgo sociales, culturales, económicos, ambientales que afectan directamente los niveles de violencia y criminalidad.
A pesar de que los diferentes órganos regionales e internacionales de derechos humanos han hecho hincapié en la importancia de la prevención del delito y la adopción de políticas públicas no punitivas en el marco de la protección de los derechos humanos de los ciudadanos, los Estados siguen adoptando modelos que van en contra de estos postulados. Es así, que en el marco de estos modelos de otorgan mayores poderes y autonomía a los cuerpos de policía y a los órganos de investigación judicial o de seguridad, lo que trae consigo el desconocimiento de los derechos, libertades y garantías ciudadanas. De la mima manera se ve que el papel del juez y la independencia judicial se ve afectada por estas medidas (Carvajal: 2010).
El paradigma de la seguridad, representa por un nuevo pacto social que implica nuevas relaciones entre el Estado y la ciudadanía. La política de seguridad se ha fundado sobre varios aspectos: en primer lugar, políticas punitivas las cuales ha generado un incremento inusitado de la población penitenciaria, un sistema que ni evita los delitos, ni proporciona la anhelada seguridad. En segundo lugar, el desarrollo de un discurso que promueve las lógicas del miedo social y que no resuelve las lógicas de exclusión social, por el contrario, encubre el papel del Estado que debe ser el de cumplir con los presupuestos mínimos de un Estado Social de Derecho.
En contraposición a lo anterior, el discurso de la seguridad, tiene como contrapeso la agenda de los derechos humanos, caracterizado por que promueve un conjunto de principios tendientes a proteger al ser humano en sus derechos, consagrados en un sistema de garantías que han sido concomitantes con el desarrollo del estado moderno. De los principios del Estado social de derecho y las instituciones del derecho internacional, se propone un modelo de garantías en el cual prevalece la prevención por encima de la demanda punitiva.
El punto de discusión está en establecer claramente una frontera en la cual se garantice la seguridad,
sin que con ello se menoscaben, los derechos humanos y el sistema de garantías. Así mismo, la investigación sociojurídica debe profundizar en este punto, puesto que los balances sobre la investigación de la sociología jurídica colombiana evidencian que el tema ha sido poco explorado (Carvajal Martínez: 2016; Silva García: 2003e; 2002). La cuestión de la seguridad, centrada en los derechos humanos como eje, debe impactar en la educación jurídica y por esa vía en el perfil de la profesión jurídica (Silva García: 2009), ya que la educación es uno de sus elementos claves en el proceso de configurarlo (Silva García: 2006b).
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Jorge Enrique CARVAJAL MARTÍNEZ: Doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas de la Universidad Externado de Colombia, Magister en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia, Especialista en Sociología Jurídica de la Universidad Externado de Colombia, Abogado de la Universidad Nacional de Colombia y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital. Profesor Asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor e investigador de la Universidad Católica de Colombia, de cuyo Grupo de Investigación en Conflicto y Criminalidad” este texto es resultado de investigación.