UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23 , n° Extra 3, 2018, pp . 26-48 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
The Daimon of Hermeneutics and the Re-Enchantment of the World
ORCID http://orcid.org/0000-0001-8654-2377 Universidad Pública de Navarra, Navarra, España
ORCID: http://orcid.org/0000-0002-3991-9298
SCOPUS ID: 55144153400
Universidad Pública de Navarra, España, Universidad del País Vasco
Este trabajo está depositado en Zenodo:
DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.2426165
RESUMEN
La interpretación como modo de ser del ser humano se ocupa en la siguiente investigación en seguirle los pasos a la figura mítica y simbólica del daimon, desde los inicios de la cultura, el individuo carente de alma propia hasta los inicios de la filosofía griega (Sócrates, el daimon como voz interior que incita al diálogo, El banquete, dialéctica entre la razón y las ideas y Diotima, Eros como daimon); el cristianismo, en particular la daimonización y desdaimonización de Jesús hasta las sociedades modernas desencantadas del mundo.
ABSTRACT
The interpretation as a way of being of the human being deals in the following investigation in following the steps to the mythical and symbolic figure of the daimon, from the beginnings of the culture, the individual lacking of his own soul until the beginnings of Greek philosophy (Socrates, the daimon as an inner voice that encourages dialogue, The banquet, dialectic between reason and ideas and Diotima, Eros as daimon); Christianity, in particular the daimonization and de-modernization of Jesus up to the modern disenchanted societies of the world.
Recibido: 01-10-2018 ● Aceptado: 05-11-2018
Utopía y Praxis Latinoamericana publica bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported (CC BY-NC-SA 3.0). Para más información diríjase a https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/deed.es_ES
INTRODUCCIÓN: EL DAIMON DE LA HERMENÉUTICA
La Hermenéutica es un modo de hacer filosofía (y por tanto de entenderla, también de vivirla) que se ha centrado, quizás de un modo obsesivo, en la cuestión, y el problema, de la interpretación. La tesis de la Hermenéutica es que la filosofía no puede pasar por alto, como ha hecho la metafísica tradicionalmente desde su fundación platónica, el hecho de que interpretamos y de que al interpretar nos ponemos en medio, o mejor, que interpretamos porque estamos ya en medio, nos encontramos ahí, y tenemos que dar una respuesta a la situación que nos interpela.
La Hermenéutica sigue la vía herácliteo-socrática del autoconocimiento. En el transcurso de esa aventura de introversión y autodescubrimiento llega a hacer la experiencia del límite y la formula diciendo que el límite del ser humano radica en la interpretación. Descubre, pues, el carácter liminar de la interpretación, incluso se obsesiona con él hasta convertirlo en el problema central de la filosofía, en el punto de partida, y de llegada, de la reflexión filosófica. Tal vez se podría decir que la interpretación representa al daimon de la Hermenéutica
La reflexión filosófica toma con la Hermenéutica conciencia de sus límites: descubre que no está en el inicio del ser humano, que no es ella la que hace humano al ser humano. El ser humano ya lo era antes del inicio de la filosofía, de tal modo que el que comienza a reflexionar dándose cuenta de que interpreta, y de que puede interpretar, resulta que ya está interpretado (por las circunstancias: por la cultura y la lengua en la que ha crecido, por la época histórica, por la geografía, por su propio carácter, por familia en la que ha nacido, por la posición que ocupa en ella, etc.).
No se trata de que a veces, en determinadas circunstancias, el ser humano se vea obligado a
interpretar para solventar así una situación anómala que hace imposible el conocimiento directo y fiable. La interpretación no es un accidente en el ser humano, no es una anécdota: es, como explicitó Heidegger y desarrolló Gadamer, su peculiar “modo de ser”. La interpretación es el modo de ser del ser humano (cfr. Garagalza, 2014).
Como especie animal el ser humano es un desastre. No está adaptada a ningún medio determinado: es una especie in-adaptada. Podríamos decir que el ser humano es una especie que ha fracasado como tal especie animal, un experimento de la evolución de la vida (o de quien sea responsable, si es que lo hay, de esta cosa tan rara que somos) que no ha tenido fortuna, que ha salido mal, que ha fracasado.
Sin embargo, este animal defectuoso si se lo considera desde un punto de vista estrictamente biológico (débil, inadaptado, que nace prematuramente y depende durante largos años de los cuidados maternos, con instintos muy atenuados que no resultan fiables...) ha encontrado o generado una estrategia que le ha permitido sobrevivir: la creación cultural, la interpretación del mundo y la interpretación de sí mismo. Este animal innatural ha compensado sus carencias volviéndose un animal cultural que ya no depende de la naturaleza (del medio o del entorno) de un modo directo, sino indirecto, es decir, culturalmente mediado.
Aunque indirectamente vive en un medio natural determinado, la cultura, el lenguaje, el símbolo (es decir, la interpretación) es lo que constituye su mundo constituyéndole a él al mismo tiempo como ser humano. No tenemos, pues, contacto directo con el entorno, con la realidad, con el cosmos: vivimos en un mundo culturalmente mediado e interpretado. Esto no quiere decir que no haya verdades, sino que se trata de verdades humanas (algunas veces demasiado humanas y otras veces dignamente humanas). Tampoco niega que haya sentido: afirma que el sentido acontece en y por la interpretación del sinsentido.
La Hermenéutica toma, pues, (el problema de) la interpretación como punto de partida de la filosofía. Se desmarca así la filosofía hermenéutica de la filosofía antigua, que era una filosofía del ser, una filosofía que se centraba primeramente en la realidad (sea de las ideas, de la sustancia, de Dios, etc.), pero también de la filosofía moderna con su descubrimiento de la prioridad del sujeto y del problema del conocimiento como cuestión previa a resolver antes de plantear a la cuestión ontológica, la cuestión de la realidad y su ser. La Hermenéutica abre así entre la filosofía del ser y la filosofía del sujeto un intervalo para la interpretación y plantea, como hace Hillman, que “entre nosotros y los acontecimientos hay un momento de reflexión: hacer alma consiste en reconocer esa tierra de nadie” (Hillman, 1999: p. 39).
Lo primario ya no es la realidad ni tampoco el sujeto, sino un tercero que había quedado excluido: ahora lo primario es la relación, que puede ser vista como el alma, como esa “tierra de nadie” (esa negatividad, esa nada o esa especie de “vacío cuántico”) en el interior de la cual las cosas (el sujeto y la realidad, res cogitans y res extensa) se constituyen como tales. La Hermenéutica es heredera en este sentido de la Fenomenología de Husserl con su noción de “intencionalidad”, según la cual toda conciencia es conciencia de algo y todo algo lo es para una conciencia (de tal modo que sujeto y objeto resultan ser completamente correlativos: no hay sujeto -sub iectum- sin relación al objeto -ob iectum-, ni viceversa), una heredera encargada de asumir su fracaso, de asumir el fracaso como factor de transformación.
Pues bien, Gadamer plantea en Verdad y método el problema de la interpretación presentándolo como un nuevo punto de partida desde el que poder formular de nuevo las cuestiones con las que clásicamente se ha ido encontrando la filosofía. Para ello se apoya en algunas de las ideas que articularon el proyecto humanista del Renacimiento (formación, sentido común, gusto, tacto) y desde ellas inicia una reflexión sobre el modo de ser de la obra de arte. En el transcurso de esta reflexión Gadamer encuentra que la interpretación no es algo exterior o accesorio a la obra de arte sino algo totalmente necesario para que la obra de arte pueda ser.
Así la obra de teatro necesita de la interpretación en la que se escenifica para acontecer y realizarse
efectivamente como obra de teatro, saliendo de su encierro cosificador en el guion escrito. Sus personajes necesitan del actor que los encarna, que les presta el cuerpo y les da voz y gesto para representarlos y ponerlos en escena. La interpretación tiene en este caso un carácter performativo o realizativo. Interpretar es escenificar, hacer, realizar, actuar. En el trasfondo de la interpretación podemos atisbar como su forma primitiva la acción ritual (dromenon) y la danza mimética que conmemora o anticipa algo, que “no es simplemente algo hecho, sino algo re-hecho o pre-hecho con propósito mágico” (Harrison, 1912: p. 210). Cabe decir a este respecto lo que P. Klee afirmaba en general del arte: que no se limita a reproducir algo que ya era visible con independencia de la obra, sino que su función es radicalmente creadora, ya que hace visible (lo invisible). La obra de teatro es siendo interpretada: necesita de la interpretación, y de los intérpretes, para poder ir siendo.
La interpretación muestra así su carácter ontológico y constitutivo de la realidad (artística en este caso): no es una mera repetición, copia o reflejo de una realidad independiente, encerrada en sí e impasible, sino que tiene un carácter creador o concreador de la obra de arte, cuyo modo de ser consiste precisamente en ir siendo interpretada. La interpretación es para Gadamer mímesis, pero no en el sentido platónico de simple apariencia de la idea perturbada o degradada por la concreción material y temporal en el mundo sensible, sino más bien en el sentido aristotélico que concibe la tragedia como mímesis praxeos, como (re)producción o recreación del mundo de la acción a través de un mythos creado y tramado por el poeta. No atiende a la verdad, a los acontecimientos históricos o a la acción de los seres humanos tal como se han dado, sino a la verosimilitud de algo que, aunque no haya sido de hecho, podría ser o haber sido y tendría una significación o un sentido comprensible. La tragedia sería pues mimesis, pero para Aristóteles mímesis es ya poiesis: creación de mundos posibles.
Gadamer recoge esta concepción aristotélica de la mimesis poiética propia de la tragedia y la aplica a la interpretación de la obra de arte en general, al modo de ser de la obra de arte. Esta mimesis poietica que caracteriza a la interpretación según Gadamer es representación (Darstellung), pero no la representación o “figuración” meramente subjetiva que se hace un sujeto (Vorstellung), ni tampoco un volver a presentar algo que ya antes hubiera estado presente, sino auténtico acontecimiento o emergencia de algo que antes de esa interpretación no era, por lo que comporta un “incremento de ser”: “El mundo que aparece en el juego de la re-presentación no está ahí como una copia al lado del mundo real, sino que es éste mismo en la acrecentada verdad de su ser” (Gadamer, 1977: p.184).
La ontología de la obra de arte se aleja del absolutismo de la ontología mecánica o cosista y la acerca al modo de ser relacional y abierto del juego y de la fiesta que sólo son en sus representaciones: el juego en las partidas o jugadas y la fiesta en las celebraciones. Al igual que ocurre en el juego y en la fiesta, en la interpretación lo que se representa es la propia obra. Se trata de una auto-representación que abre el
mundo propio de la obra, un mundo que sólo existe en y por la interpretación. La obra es autónoma en este sentido y no ha de ser juzgada con criterios externos: tiene sus propias reglas.
De esta reflexión sobre la ontología de la obra de arte que realiza en el primer capítulo de Verdad y método, Gadamer extrae una noción o un modelo de interpretación que posteriormente, en el segundo capítulo, aplica a la comprensión propia de las ciencias del espíritu y que finalmente pretende universalizar extendiéndolo, a través del lenguaje, a la experiencia humana en su conjunto, en tanto que dicha experiencia se articula y está mediada por el lenguaje. El lenguaje es presentado, así, como el medio universal de la interpretación humana del mundo, pero al mismo tiempo también como el modo de ser de la propia realidad: si nosotros podemos y tenemos que interpretar el mundo (y a nosotros mismos con él y en él) es porque “el ser, que puede ser comprendido, es lenguaje” (Ibíd: p. 567).
La lingüisticidad atraviesa pues, según Gadamer, a la realidad y a la interpretación, reuniéndolas de tal modo que la presunta “dualidad” que las separa comparece como una “dualitud” (G. Durand) de algún modo ya mediada, remediada o remedada: la realidad se nos ofrece ya lingüísticamente interpretada, apalabrada por nosotros, y la interpretación a su vez reclama algo de realidad, cuando menos lingüística o psico-social. El lenguaje es en este sentido el territorio intermedio (y por tanto daimónico: ambiguo; creador y destructor; coagulante y disolvente: sintético y analítico) que incluye o implica a lo real y a su intérprete, constituyendo una especie de mundo intermedio que permite el acceso del ser a la (auto)representación.
Nuestro mundo es un mundo lingüístico, que se teje sobre una urdimbre de interpretaciones, lo mismo que el ser humano, cuyo modo de ser es la interpretación. La Hermenéutica nos invita a tomar conciencia de esta ontología que podemos denominar daimónica, por cuanto que se instala en la mediación, en el intervalo, en la implicación de los opuestos. Hermes sería en este sentido el daimon del lenguaje y de la interpretación: la imagen de la mímesis o la mímesis hecha imagen.
El lenguaje como interpretación ya hecha y como matriz de interpretaciones media ya siempre entre lo
real y sus intérpretes, pues representa precisamente su relación, pero también media entre la imagen (como condensación de la emoción) y la musicalidad del sonido, por un lado, y el concepto en su univocidad establecida, por el otro lado; entre lo mito-poético (y estético) y lo lógico-científico. Nuestro mundo es, pues, para la hermenéutica, un mundo lingüístico por cuanto que lingüísticamente constituido, configurado o conformado: un mundo mito-lógico.
El lenguaje es el médium en el que el ser humano interpreta o explicita la relación o implicación que en el interior del mundo de la vida mantiene con los otros humanos y con la realidad. Al interpretar traduce esa relación previa a su lenguaje, la pone en sus propias palabras, la convierte en relato: dice lo que está pasando de tal modo que representa esa relación trayéndola a la luz de la conciencia. Gadamer nos invita, pues, con Verdad y método a hablar de lo que nos ocurre cuando interpretamos y a darnos cuenta de la importancia que tiene la interpretación en nuestra vida. Nos invita a hablar sobre el daimon, para empezar sobre ese agathodaimon que es Hermes (pero no sólo sobre él); que Gadamer está invitando a la filosofía a atender al daimon, a tenerlo en cuenta y a contar con él.
Podemos aceptar esa invitación, por parte de todo un clásico como Gadamer, a tener en cuenta al daimon, un daimon que siempre resulta un tanto travieso y que tiende a traspasar o transgredir el límite de lo clásico. Se trataría, también, de tomar en serio a Platón cuando, por boca de Diotima, afirma en El banquete que Eros no es propiamente un dios, sino un daimon y, además, que es filósofo: ¡un filósofo daimónico!
Intentaremos a continuación aproximarnos al daimon haciendo un rodeo por la historia humana asomándonos a los inicios de la cultura, donde nos encontramos un mundo encantado en el que pronto aparece la figura del daimon, a los inicios de la filosofía griega donde el daimon se mueve como pez en el agua, fijándonos en particular en Sócrates y El banquete, a los inicios del cristianismo, que de algún modo, especialmente en sus institucionalizaciones, desdaimoniza al daimon, para, finalmente, intentar detectarlo también en el presente, como si estuviera queriendo retornar, tras el fin de la metafísica, aprovechando el reencantamiento del mundo que parece ser que se está iniciando a la sombra de nuestro
desencanto: de nuestro desencanto respecto al “desencantamiento del mundo” consumado por el proceso de modernización.
EL PRIMER ENCANTAMIENTO DEL MUNDO
Vamos a comenzar por desvelar las vetas narrativas que constituyen el “desencantamiento del mundo” en la obra de Max Weber. Hablar de desencantamiento presupone un proceso inicial societario en el que las sociedades estaban “encantadas”. Las sociedades no sacralizan siempre las mismas realidades, ab initio es la naturaleza el primer tipo de realidad sacralizada, luego, será el “otro mundo divinizado”, es decir, los dioses, lo que constituye el objeto de sacralización, pero, más recientemente, será la nación (1789) aquella realidad objeto de sacralización, y, casi al mismo tiempo, las declaraciones de derechos humanos reconocerán a la persona humana como algo sagrado. Por tanto, conviene regresar al momento inicial e iniciático para advertir cuáles son las constelaciones de sentido que estructuran ese tipo de colectivos sociales.
Marcel Mauss fue el primero que advirtió, ya en 1924, que antes del surgimiento de la agricultura y la
cría de ganado en el Neolítico, hace más de 10.000 años, ya existía un tipo de intercambio ceremonial de regalos -ofrenda-regalo-don-(Mauss,1924; 1979a: pp.155-269) realizado entre la naturaleza sacralizada y los humanos (colectivos de cazadores y recolectores), cuyo modo de vida existía dos millones y medio de años antes; la invención de la agricultura1 dará lugar a un nuevo tipo de intercambio entre los dioses y los humanos (representado por los colectivos de agricultores y ganaderos), el sacrificio.
Más recientemente, apoyándose, entre otras, en investigaciones de campo de Roberte Hamayon2,
realizadas sobre sociedades de cazadores siberianos, Marcel Hénaff (2010: p.164 y ss.) afirma que entre los humanos y los animales existe una relación igualitaria, de alianza, de intercambio de regalos. Las estructuras de parentesco, como principio nuclear de organización social de toda sociedad segmentaria, alcanzan a todo ser vivo, a toda criatura viva, a los ríos, las montañas. Todos los ámbitos que conforman la realidad están emparentados. No existe superioridad ontológica que destaque a ninguno de estos elementos sobre el resto. Un animal es una parte de la naturaleza que tomamos-cazamos-recibimos, pero por la que tenemos que ofrecer-devolver en contraprestación. La vida es un regalo que recibimos, que no producimos nosotros, pero por el que debemos ofrecer-devolver algo de alguna manera. La vida misma es un don. La sacralidad de la vida se manifiesta en su circulación por todos los ámbitos de lo real.
Entre los cazadores y recolectores la naturaleza no es vista como algo subjerarquizado en relación a lo divino, considerando lo divino como algo aparte, por encima de ella. Todo lo contrario, la naturaleza está sacralizada, el mundo natural es sobrenatural. Los espíritus no son figuras abstractas divinizadas, como ocurrirá en un estadio cultural posterior, sino que fungen de “potencialidades mágicas” (Mauss, 1979b: pp.122-133; Weber, 1978: pp. 328-329; 1983, p. 251) –mana, wakan, orenda, manitú, daimon, el carisma (Weber)- que circulan de un ámbito de la realidad a otro. Lo importante, a juicio de Mauss, es el “espíritu del intercambio-don-regalo” (hau) (Mauss, 1979a: pp. 155-267; 213-215), no tanto el objeto material (taonga) que se intercambia. Nadie es propietario exclusivo de esa “potencialidad mágica”, sino que es algo que circula, que debe circular entre la naturaleza y la sociedad, es la vida como regalo, como “hecho social total” (Mauss, 1979a: pp.157, 203) que co-implica todas las instancias de lo real.
El intercambio-don-regalo es un dispositivo que vincula a todos los miembros del grupo (hombres y mujeres, miembros ordinarios y jefes), a los humanos con las cosas, a los seres vivientes y a los muertos, a los humanos y a sus daimones. Es un todo simbólico que vincula las diversas partes de lo real (Mauss, 1979a, p.195). Según Weber, “en el mundo de las representaciones animistas y preanimistas es completamente imposible una separación entre lo que es ‘encantamiento’ y aquello que no lo es. Incluso
Ver los interesantes trabajos de Richard E. Leakey (1982 y 1994).
Según Hamayon (1990), “la hipótesis de una alianza basada en la caza que adopta el modelo de una alianza basada en el matrimonio encuentra su apoyo en la concepción, general en Siberia, según la cual los animales son seres sociales organizados a la manera de los humanos, susceptibles de mantener con ellos relaciones semejantes a las suyas propias” (p. 375).
el arar y cualquier acción cotidiana dirigida a tener éxito era un ‘encantamiento’ en el sentido de que necesitaba determinadas ‘fuerzas’ específicas y, más tarde, ‘espíritus’” (Weber, 1983: n°. 72, p. 251).
Roberte Hamayon observa cómo en el mundo de los agricultores y pastores, a diferencia de los cazadores y recolectores, “lo sobrenatural (la surnature) se convierte en vertical y con ello las relaciones se hacen jerárquicas, los humanos ya no lo tratan como un igual, perciben que su compromiso con lo sobrenatural ya no se basa en el intercambio en una posición de igualdad sino en una relación de dependencia. Los seres humanos veneran e imploran a sus ancestros, situados más arriba que ellos tanto en el tiempo como en el espacio, porque les atribuyen su residencia en las montañas desde las que dominan sus pastos, esperan su protección” (Hamayon, 1990: p. 737).
A juicio de Marcel Hénaff (2010: p.171), lo que ha ocurrido es que las relaciones de alianza, propias de los cazadores y recolectores, se han sustituido por relaciones de filiación y linaje, por tanto, los regalos ya no proceden de la naturaleza sino de los ancestros y herederos. Los animales y las plantas ya no son seres libres que habitan la naturaleza, sino que son producidos (como ganado cuidado, cercado y marcado, propiedad de alguien, y como cereales y plantas cultivados por el campesino) por la mano del hombre.
Cuando el animal salvaje no pertenecía a nadie en concreto sino a la naturaleza, no cabía la posibilidad de sacrificarlo al no ser algo propio, sin embargo, una vez que los animales son apropiados por los humanos se los puede sacrificar para devolver a los dioses (ya no espíritus-daimones) lo que se ha recibido de ellos. Justo aquí, la ofrenda se transforma en sacrificio.
Esto supone que el valor religioso ya no reside en la alianza-intercambio-regalo y su expresión simbólica en la potencialidad mágica del daimon-mana, sino que empieza a adquirir la forma de una diferenciación entre el mundo trascendente y el mundo inmanente (Weber, 1978: p. 412; Eisenstadt, 1986: pp. 1-29; Schwartz, 1975: pp. 2-4). Ese proceso podemos observarlo parcialmente ya en la cultura griega con el desarrollo de la mitología olímpica (y, paralelamente, de la filosofía), en el que los daimones se van volviendo abstractos y se transforman en dioses y en ideas.
EL DAIMON EN GRECIA
En el inicio de la reflexión filosófica encontramos todavía al daimon en plena actividad. La reflexión filosófica comienza su aventura como una physio-logía, como un discurso que pretende dar cuenta de la experiencia (numinosa: fascinante y terrible) de la naturaleza. Tanto el daimon como el alma (psyché) estaban muy presentes en la physis que fascinaba a los primeros filósofos hasta el punto de que se les ofrecía como una sustancia dinámica, viva o animada, que se mueve por sí misma, espontáneamente, en su constante crecimiento y regeneración (de acuerdo a sus propios ciclos), es decir, como vida vegetal, como ese impulso invisible que hace nacer, crecer y morir a las plantas perpetuándolas a través de la constante transformación.
Esa physis, que la reflexión había extraído y separado ya de la cosmovisión mito-poética con la intención de pensarla sin interferencias de la tradición, sigue estando, empero, según afirma Tales, “llena de dioses”. Los primeros filósofos quieren liberar la imagen de la naturaleza del velo con el que la cubría la mitología olímpica, lo cual implica, por otro lado, que habían realizado ya la proeza de distanciarse lo suficiente de su propia mitología como para darse cuenta de que era precisamente eso, una mitología.
Al actuar así los presocráticos se están apoyando, paradójicamente (aunque, por otro lado, y bien mirado, tampoco podía ser de otro modo), en la propia mitología de la que se están desmarcando y en la misma actitud característica que instaura esa mitología: la actitud distante y distanciadora que se corresponde con la “doctrina acerca del celo divino y de la insalvable sima de la Moira” (Cornford, 1984: p.146).
Es efectivamente la mitología olímpica la que insiste tanto en la necesidad de respetar los límites, instaurados por la Moira, entre los diferentes ámbitos, que acaba separando completamente el mundo humano del mundo divino, la tierra del cielo. La filosofía, lo que estaría haciendo en sus inicios, según nos
indica Cornford, sería prolongar, con la ayuda del intelecto, esta tendencia por la que los daimones, que mueren y resucitan, se van independizando de la comunidad a la que originariamente representaban y se van elevando hasta convertirse en dioses que no ejercen ninguna influencia sobre los humanos.
Esto se pone de manifiesto en la filosofía de Aristóteles que, sin negar la existencia de las ideas postuladas por su maestro Platón, niega que ejerzan influencia alguna sobre las cosas del mundo sublunar, por lo que para dar cuenta de lo que en ese mundo acontece no es necesario recurrir a ellas, sino a la observación de los fenómenos y al trabajo del concepto. Esto mismo se pone también de manifiesto en la concepción del motor inmóvil como noesis noeseos que no ama al mundo, si acaso se deja ser amado por él, moviéndolo así por su atracción como fin a alcanzar.3
Apoyándose en el intelecto, los físicos de Jonia adoptan una actitud práctica que resulta similar a la de la magia en su intento de alcanzar un control directo sobre el mundo (Ibíd: p.186). De lo que no se dan cuenta es que lo están haciendo con la actitud característica que instaura esa mitología de la que quieren liberarse. Expulsaron a los dioses y creyeron enfrentarse directamente con los hechos naturales, pero con lo que estaban trabajando no era propiamente con lo que se revelaba a los sentidos. Lo que se encontraron era más bien una representación colectiva pre-filosófica que inconscientemente habían tomado de la tradición.
Esa representación colectiva se remonta, mucho más allá de la mitología olímpica, hasta los inicios de
la experiencia del ser humano: se trata de la noción/realidad que articula la palabra mana (y sus equivalentes orenda, wakan, manitu, adur, etc): una fuerza que todo lo atraviesa y todo lo une, dotada de un “carácter mágico” y que es “más primitiva que los mismos dioses” (Ibíd: p. 60).
La physis sería materia, hyle, sí, pero una materia que no coincide con nuestra concepción moderna de la materia como inerte, pasiva y mecánica, ya que tiene, o es, al mismo tiempo, zoé, un “continuo de fluido viviente” (Ibíd: p. 110), “vida eterna e infinita, de la que proviene y en la que se inserta toda vida individual (bíos)” (Baring, 1991: p.178). "Esa naturaleza (...) es ya desde el principio una entidad metafísica; no sólo un elemento natural, sino un elemento investido con vida y poderes sobrenaturales, una substancia que es también alma y Dios. Es, pues, ese mismo material viviente del que los daimones, los dioses y las almas fueron paulatinamente tomando hechura” (Cornford, 1984: p.147; cfr. tb p.155).
No se trata, en opinión de Cornford, de una visión “animista”, al menos en el sentido en que ésta fue definida por los primeros antropólogos, como Taylor, cuando afirmaban que el primitivo estaría proyectando su propia alma sobre la naturaleza, a la que de este modo vería como animada, por lo que creería, erróneamente, que todas las cosas tienen un alma. Frente a esta concepción animista, Cornford defiende que la (auto) conciencia individual es un “producto tardío” en el despliegue y realización del ser humano, no un dato que se encuentre ya en su inicio. El primitivo no podía proyectar su alma sobre la naturaleza porque todavía no tenía un alma individual propia y separada. “Al principio, el individuo carece de alma propia que le sea posible adscribir a los restantes objetos naturales. Antes de que pueda encontrar su propia alma deberá, en primer lugar, tener conciencia de un poder que, a la vez, está en él y fuera de él” (Ibíd: p.124).
El daimon de Sócrates y las ideas de Platón.
Siguiendo el rastro del daimon griego nos encontramos con Sócrates, cuya actividad filosófica deriva en gran parte del hecho de haber tomado en serio el imperativo “conócete a ti mismo” inscrito en el frontis del santuario de Delfos dedicado a Apolo, que anteriormente había sido, por cierto el lugar propio de una ninfa (un personaje que estaría, por cierto bastante próximo al daimon)4. Precisamente fue también el oráculo de Delfos el que declaró que Sócrates era el más sabio de los hombres. Sócrates se extrañó mucho de la
La tradición mística se apoya en la doctrina de que “Dios no está desvinculado del hombre, ni el hombre de Dios, y que no existe un abismo infranqueable entre la tierra y un cielo broncíneo, sino que todas las cosas están conjuntadas en armonía y unidas por caminos que son viables. De esta manera el alma puede aún reconquistar su antigua continuidad con lo divino” (Cornford, 1984: p. 146).
(Cfr. Agamben, 2008) Heráclito, que también se había encontrado con el daimon (ethos anthropos daimon), ya había planteado
anteriormente la conveniencia del autoconocimiento: “Yo he investigado en mí” (Fr. 80) (cfr. Cornford, 1984: p. 217).
afirmación del oráculo y pensó que si decía eso era porque, en su intento de conocerse a sí mismo había conseguido, además de toparse con su daimon, lacónico y siempre negativo, y de ganarse algunos enemigos (a los que al parecer molestaba su inquietud reflexiva), darse cuenta de que en realidad era muy poco lo que sabía (a diferencia de sus conciudadanos, que creían saber.
El daimon de Sócrates era un personaje interior, una voz o fuerza que interviene de vez en cuando y no para afirmar u ordenar en positivo, sino para decir que no o disuadirle de hacer algo. Un tal daimon no propiciaba la detención del discurso y el dogmatismo (e.d., la creencia de haber encontrado la verdad), sino que incitaba más bien al filósofo a ahondar en la docta ignorancia, tomando conciencia de la incapacidad última de la palabra para atrapar esa sabiduría buscada a través de la interrogación en el diálogo y confiando en que el propio eros, la propia búsqueda, ese deseo, ese amor, ya nos sirve de algún modo de guía y de orientación indirecta.
En este sentido Sócrates solía comparar su actividad filosófica, la mayéutica, esa incansable sucesión de preguntas, con la actividad “profesional” de su madre, que era comadrona y coadyuvaba al buen desenlace del peligroso trance del nacimiento 5. De este modo Sócrates queda asociado, al igual que la figura del daimon, con la temática de la fertilidad. En la religión prehomérica estudiada por Jane H. Harrison, el daimon representaba, efectivamente, la fuerza o energía de la physis propiciadora de la fertilidad de la vegetación, a través del ciclo anual de la muerte y regeneración, mientras que Sócrates con sus preguntas ayudaba a sus conciudadanos a ser culturalmente creativos, a regenerarse en lo mental y a liberarse de las opiniones dominantes, e irreflexivamente aceptadas, por sus interlocutores (Harrison, 1912).
A diferencia de Sócrates, su discípulo Platón no se conforma con la “docta ignorancia” y considera que el objetivo de la filosofía es alcanzar el mundo de las ideas, el conocimiento del Bien, de la Unidad, de la Belleza, de la Verdad. Platón confía en que el conocimiento de la definición de la virtud pueda hacernos virtuosos. La dialéctica va explorando las relaciones entre las ideas, “sin recurrir nunca a nada sensible” (Platón, Rep. 511 b-c), en un movimiento ascendente, elevándose hacia lo universal.
Mediante la actividad lógica que se despliega en la dialéctica, el espíritu va haciendo abstracción de lo
que hay de particular y de singular en el caso concreto, se va separando del mundo sensible, de lo que ocurre efectivamente en el mundo del devenir, en el tiempo, y va purificándose, de tal modo que empieza a comprender, a captar o a postular la existencia de lo universal, de la idea que da cuenta de aquello que hay en común, pese a su singularidad, entre los casos particulares que aparecen (y desaparecen) en el reino del devenir.
Probablemente bajo la influencia del orfismo, que también habría afectado en mayor o menor medida al maestro Sócrates, Platón se propone atravesar con la ayuda de la razón (que también ejercería así una función daimónica, mediadora) el límite entre este mundo sensible y el ámbito divino de las ideas, un límite que la mitología olímpica y la religión oficial de la polis establecen y definen con toda claridad para evitar transgresiones.
Se trataría de alcanzar con la dialéctica, con la sola ayuda del intelecto depurado de toda carga sensible, el otro mundo, el mundo inteligible postulado como lo propiamente real, con lo que se estaría reformulando la fe mística del orfismo en términos racionales (cfr. Cornford, 1984: p. 279). Esa fe postula que “toda la naturaleza está ligada en una sola comunidad (koinonía) de la cual las sociedades humanas son sólo partes microscópicas” (Ibíd: p. 212).
Estas ideas, que Platón pretende investigar con la ayuda de la dialéctica, no resultan de entrada diferenciables de las almas, según señala Cornford. Así, en principio al menos, “la idea es el alma de un grupo y se relaciona con él de la manera como un dios-daimon, cual Dioniso, lo hace con el grupo de sus adoradores, con su thiasos (Ibíd: p. 292).
Ahora bien, las ideas, postuladas como causas que dan cuenta de nuestras realidades, de las cosas de nuestro mundo, al ser sometidas al análisis racional propio de la dialéctica van a experimentar una
“Mayéutica” parece tener conexión con la ninfa Maia, madre de Hermes.
transformación similar a la que afectó a los daimones cuando sufrieron el proceso de olimpianización: se van a ir formalizando, se vuelven abstractas, pierden el contacto con el mundo del devenir, se “burocratizan”, “funcionarizan” o institucionalizan estatal-estáticamente, cortando el vínculo con los individuos concretos, de tal modo que “el viejo sentido de comunión íntima, basado en la comunidad de naturaleza” (Ibíd: p. 293) se marchita, perece, y se abre una sima insalvable que separa y delimita con total claridad los dos ámbitos ahora contrapuestos. El alma colectiva deviene así en individuo, se va individualizando como rey, como héroe, como dios, como idea.
Las ideas platónicas van perdiendo así su inicial carácter daimónico (simbólico) y se van resecando como conceptos, como objetos lógicos que, para Aristóteles al menos, ya no ejercen ninguna influencia en el mundo sublunar: el mundo de las ideas, desencantado, ha quedado reducido a un preciso sistema de clasificación que corre el peligro de resultar estéril (y en este contexto Aristóteles encuentra en la amistad el principal recurso con el que asegurar o cuando menos propiciar las relaciones humanas o la humanización de las relaciones).
La methesis o mimesis se desnuda como simple relación lógica entre un sujeto y el predicado universal al que pertenece. Con esto, la historia de la filosofía estaría repitiendo el mismo proceso que había conducido de la magia a la religión y de ésta a la filosofía (y que habría sido detectado el siglo pasado por Husserl también en el interior de la cultura moderna y de las ciencias europeas, sacudidas por una crisis que se debería a que han perdido el contacto, en su olimpianización técnico-instrumental, con el mundo de la vida, con el humus en el que se habían originado).
Con esta divinización de las ideas, y del propio intelecto que las investiga, la filosofía acaba
encontrándose con el ser como forma pura, sin materia, como motor inmóvil, como pensamiento encerrado en sí mismo, que se piensa a sí mismo (noesis noeseos), que no puede pensar, ni amar, ninguna otra cosa, sino en todo caso mover al mundo en la medida en que es amado por él (Ibíd: p. 301). El intento platónico de poner en conexión, con la ayuda del intelecto, la pluralidad del mundo del devenir con la unidad del ser recae en la parcelación olímpica, pues el intelecto no garantiza la contemplación del Uno y ese Uno a su vez resulta impotente para crear el mundo6.
Pues bien, estas consideraciones generales sobre la filosofía de Platón pueden ayudarnos también en nuestra aproximación a un diálogo como El banquete, en el que la figura del daimon juega un papel muy significativo y en el que, a modo de excepción en los diálogos platónicos (y en general en toda la historia de la filosofía), el protagonismo corresponde a una figura femenina, Diotima de Mantinea, a quien presenta Sócrates como su maestra e iniciadora en los asuntos del amor. En este diálogo Sócrates al hacer el elogio del amor se limita a recordar la enseñanza que recibió de Diotima de Mantinea.
La enseñanza de Diotima: Eros como gran daimon.
No vamos a entrar en la cuestión de si Diotima es un personaje histórico. Sí puede ser importante que sea un personaje femenino, ya que éstos escasean en el ámbito de la filosofía, y que sea reconocida por Sócrates como maestra. Y su primera enseñanza consiste en señalar (contradiciendo a Hesíodo, para quien Eros es “el más bello entre los dioses inmortales”), que Eros no es un gran dios, que no es propiamente divino. Al desvelar el carácter no divino de Eros, Diotima está “degradando” al presunto dios, lo está humanizando en cierto sentido, pues considera que, como nos ocurre a todos los humanos, también él carece de algo, que no es perfecto, que no es algo acabado o completo.
Ahora bien, Eros tampoco es completamente humano. Tiene algo de exceso o excesivo respecto a lo estrictamente humano: es un daimon que abre un territorio intermedio entre lo humano y lo divino. No siendo trascendente, abre, sin embargo, la inmanencia exponiéndola a su otredad en una especie de trascendencia inmanente (“a la vez está en él y fuera de él”, Ibíd: p. 124).
En este sentido, la enseñanza de Diotima del carácter daimónico de Eros “contradice de manera directa
la doctrina olímpica de la sima infranqueable entre los dioses y los hombres” (Ibíd: p.145) y constituye una
Platón tiene que recurrir por ello al Demiurgo (cfr. Cornford, 1984: p. 299).
invitación a transgredir el límite entre lo humano y lo divino para que el alma pueda salvarse, recuperando, como pretende también la dialéctica, “su antigua continuidad con lo divino” (Ibíd: p.146)7.
Los dioses son bellos, dichosos y sabios. El amor, sin embargo, tiene un carácter relacional: es siempre amor “de” algo. Además, sólo se desea algo de lo que se carece, aquello que no se tiene. El amor es, pues, símbolo de una privación, de una carencia, y en ese sentido no es divino. No es tampoco estrictamente humano. Es algo intermedio, a medio camino, entre lo mortal y lo inmortal, entre la tierra y el cielo, (al igual que la filosofía es algo intermedio entre la ignorancia y la sabiduría, y en este sentido se dice que Eros es filósofo). No se trata, pues, según dice Diotima, de un dios. Tampoco es mortal. “Eros es un gran daimon”, un mediador, que “interpreta y comunica”: “Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo” (Platón, 202e).
Eros fue engendrado, según nos cuenta Diotima, en la fiesta que se celebraba con motivo del nacimiento de Afrodita, en la que se unieron dos figuras opuestas: Poros (la riqueza de recursos, el ingenio, la astucia; es hijo de Metis) y Penia (la penuria, la pobreza, la vulnerabilidad, la carencia). Acuciado por la carencia, por la necesidad, Eros busca medios de satisfacción, recursos. Está, pues, a medio camino entre la pobreza y la riqueza, tiene una naturaleza doble. Es como el movimiento que mantiene reunidas las partes opuestas: por eso muere, pero recobra la vida.
Eros tiene también el mismo modo de ser que el filósofo: no es ignorante, pues sabe que no sabe, pero tampoco es sabio; no posee la sabiduría, por eso puede buscarla, perseguirla incansablemente, sin esperanza de alcanzarla del todo, pero sin desanimarse en la realización de la actividad, en la prosecución del camino. Su inagotable mediación tiene una finalidad constantemente demorada.
Por lo general, Platón apuesta por la vía del conocimiento racional, por la dialéctica, como el medio para penetrar en el otro mundo (el cual al ser abordado intelectualmente se articula como "ideal") y contemplar la realidad última o primera, la idea suprema, el Bien, que es la fuente de luz y de realidad. La razón tendría en este sentido, lo mismo que Zeus en tanto que Zeus Meilichios o ctonios, un carácter inicialmente daimónico, ya que ejerce como mediadora o intermediaria, pero a medida que se eleva va perdiendo ese carácter, va desconectándose de sus orígenes hasta quedar ella misma deificada o divinizada, encerrada en el otro mundo, en el ámbito del espíritu.
Pues bien, en nuestra opinión la enseñanza de Diotima indicaría otra vía, otro modo de articular o
configurar la relación entre los opuestos, otra manera de efectuar o practicar la mediación, de sobrepasar o transitar el límite que separa olímpicamente lo inferior de lo superior.
Si bien es cierto que el movimiento de Eros persigue, como mediación que es entre el cuerpo y el espíritu, el mismo fin que la dialéctica (el disfrute de la Belleza, que, como la Sabiduría, sería otro rostro del Bien), también es cierto que lo intenta hacer de otro modo, por otro camino, en el que, como se dice en La divina comedia, “pecado sería que no obrases de acuerdo con tu deseo”8. Podríamos vincular la dialéctica con la actividad intelectual del espíritu (pneuma, nous) y asociar el impulso erótico a la dimensión afectiva-emocional (pasional) del alma9.
El espíritu, en su fascinación por la luz solar, busca trascendencia, liberarse y desprenderse de la dependencia de lo corporal-sensible que es vivida por él como una impureza y una amenaza. El alma, por su parte, se siente a gusto en el curso del devenir, envuelta por la physis, en la tenue luminosidad de la sombra o semi-penumbra propia del mundo afectivamente iluminado: descubre ahí su propio origen, un origen que la sustenta y en el que se reconoce, por lo que no necesita cortar drásticamente el vínculo que le une con él, no quiere perder el contacto con él, aunque si configurarlo en imágenes que lo abren a la
“Creemos que Plutarco está en lo cierto cuando asocia esta doctrina con los cultos místicos centrados en torno a figuras de sufrientes daimones como Adonis, Osiris o Dioniso, cuya pasión (pathé) y muerte muestran su cualidad de participadores en una vida común con todas las cosas que bien y mueren y nacen de nuevo en la naturaleza” (Cornford, 1984: p.146).
Elena Pulcini parece apuntar en esta dirección: “Más allá de sus claras analogías, el método erótico y el método dialéctico se diferencian por lo tanto en un aspecto esencial: mientras el segundo guía al alma hacia la Idea suprema mediante un camino rigurosamente racional que prescinde del mundo sensible, el primero recibe de este último, en la región magmática e irracional de las pasiones, el estímulo que impulsa el alma hacia lo alto, hasta la contemplación de la divinidad” (Pulcini, 199: p. 231).
Cfr. la noción de psyché que remitiría como estanque de mana (Cornford, 1984: p. 117).
conciencia y transformarse con su mediación (en un proceso que podríamos considerar como una trascendencia inmanente).
La tensión dentro de la filosofía de Platón entre la erótica y la dialéctica nos remite a la diferencia entre el daimon y el dios olímpico, entre la mitología más arcaica, agro-popular, pregriega, en la que predomina el rito, la acción (Dromenon) colectiva, la danza, y la mitología urbano-aristocrática de los indoeuropeos, en la que el mito toma la iniciativa pasando al primer plano como fundamento del rito (Harrison, 1912)10. Platón acabará resolviendo esa tensión al relegar la erótica a ser mera promotora e iniciadora, propedéutica, de la dialéctica, y a agotarse en esa función, mientras que sería esta última la encargada de culminar la tarea filosófica.
El impulso de Eros, el entusiasmo o la “manía” erótica, así comprendido en conexión con la conciencia matriarcal, surge abajo, en el cuerpo, en la sexualidad y en la sensualidad, pero no se reduce a ese ámbito, no queda encerrado en él, no se limita a la relación sexual encaminada a la reproducción de la especie, sino que promueve una regeneración o pro-creación que no es física (procreación) sino creatividad cultural o anímico-espiritual (“procreación en la belleza”). Ahora bien, a diferencia del esfuerzo de la dialéctica, el impulso erótico así entendido no exige hacer abstracción de lo sensible, no comporta el sacrificio o la represión de las pulsiones y pasiones, sino que las integra o articula como fuerzas configuradoras de la obra o producción cultural.
Pero dejemos ahora el mundo griego para considerar si la figura del daimon comparece de algún modo
también en el interior del cristianismo.
EL DAIMON DEL CRISTIANISMO
El daimon del cristianismo, aunque éste no lo reconozca como tal, es Jesús (no hemos de olvidar a este respecto que Jesús no era cristiano, pues el cristianismo aún no había nacido en tiempos de Jesús, sino que era un rabí judío un tanto marginal, rebelde y poco ortodoxo). Jesús no es ni sólo hombre, aunque es humano, ni solo Dios, aunque es divino. Como Dios humanamente encarnado nos presenta la trascendencia inmanente en el ser humano o su inmanencia abierta y trascendida: la mediación entre lo humano y lo divino, entre la Tierra y el Cielo.
Considerado como una figura mítica, Jesús resulta próximo a divinidades de la vegetación que mueren y resucitan como Atis, Adonis o Dioniso (y Galilea no se asocia con el desierto, sino que es una tierra verde y feraz). Su mensaje centrado en el amor resulta perturbador tanto para los romanos, por las alteraciones del orden público que provoca, como para las autoridades religiosas judías que lo acusan de blasfemo.
Jesús se aproxima a los márgenes, donde los opuestos de un modo u otro coinciden y conviven, como él mismo convive con los marginales. No rehúsa acercarse al límite marcado por la ley y enseña que el amor puede llevar más allá de la ley, puede resultar transgresor en su búsqueda de sentido. La parábola del buen samaritano nos ofrece un buen ejemplo de esa transgresión que comporta su mensaje, pues el amor nazareno es apertura radical que corroe y disuelve las barreras que fragmentan la realidad, separándola en compartimentos estancos (Jesús sería en este sentido el gran comunicador de lo que el miedo mantenía separado y el “medium” en el que acontece esa comunicación no es otro que su lenguaje amoroso que da expresión simbólica y poética a la vida y sus avatares: el lenguaje del alma y el pensamiento del corazón).
En mitología pregriega la cueva, con su simbología ligada a las entrañas de la tierra asociada a la madre, no comporta esa valoración negativa característica de una entidad atrapadora, sino otra más bien positiva en la que se insinúa la invitación a adentrarse en su oscuridad, a sumergirse en el mundo del devenir y en el reino de las sensaciones-pasiones, si bien no para quedarse allí, sino para retornar renovado y enriquecido por la experiencia realizada. Cabría hablar así, como ha hecho Ortiz-Osés, de la caverna plutónica que ahora detectamos en el propio interior de la caverna platónica. Ahora lo valioso, el tesoro, la sabiduría buscada reside, como la diosa Mari de la mitología vasca, en el interior de la tierra, no en la cúspide del cielo. Por ello, la doctrina del amor presentada por Diotima nos orienta también hacia la figura de Orfeo, que penetró en vida en el Hades para buscar a su amada Eurídice, así como hacia la fábula de Eros y Psyche recogida por Apuleyo (cfr. Ortiz-Osés, 2009: p. 170)
Sólo en este lenguaje daimónico cabe hablar, como hace Jesús, de un “buen samaritano”, lo cual, para un judío, equivale a decir un “buen malvado”, ya que los samaritanos representan aquí lo peor de la especie humana, los enemigos por antonomasia con los que los judíos no tienen, ni han de tener, ningún trato.
El samaritano es, pues, la personificación del mal, de lo que un judío tiene que odiar como judío: sólo un amor transgresor se atreve a pedirle agua a una samaritana, como hizo Jesús (Jn 4: 6-26), y a presentar al presunto enemigo como “bueno” y compasivo con el herido, mientras que el sacerdote y el levita, probablemente amparándose en el cumplimiento de la ley, daban un rodeo elusivo. Pues bien, como transgresor Jesús fue juzgado, condenado y crucificado. Al morir en la cruz Jesús queda suspendido entre los opuestos que pone en comunicación: la tierra y el cielo, el ladrón bueno y el ladrón malo, Magdalena y Juan.
Así pues, estando simbólicamente emparentado con los daimones y dioses de la vegetación, transitando los límites al igual que Hermes, predicando el amor, Jesús se nos ofrece a la luz de la historia de las religiones como un personaje daimónico por cuanto que personifica el amor que es, en última instancia, “amor de los contrarios”: se nos presenta como el, o un, daimon judío.
Paradójicamente, los propios judíos no reconocen a su daimon: ellos esperaban un Mesías fuerte que los condujera a la victoria sobre los enemigos; un triunfador que amontonara las cabezas de los contrarios. Sólo un pequeño grupo se mantuvo fiel, tras su muerte y resurrección, al extraño mensaje de Jesús, esperando su inminente regreso (1ª Tesalonicenses 4). El cristianismo se fue extendiendo, en consonancia con la apertura predicada por Jesús, entre los gentiles: en el suelo helenístico y romano, como un injerto de judaísmo y cultura greco-latina.
A medida que la parusía se iba retrasando, hasta quedar relegada al final de los tiempos, la Iglesia fue cobrando cada vez más relevancia y llegó a convertirse, tras las persecuciones, en una institución fuerte y jerarquizada y el cristianismo llega a ser declarado por Teodosio, en el Edicto de Tesalónica (380), religión oficial del Imperio romano. En este proceso de constitución de la Iglesia, en el que juega un papel muy importante la lucha contra los diversos movimientos gnósticos, que son (los primeros) condenados como heréticos, la figura de Jesús va perdiendo su carácter daimónico y se va “normalizando”, espiritualizando o “formalizando”. En la medida en que Jesús es divinizado (espiritualmente) va perdiendo también en humanidad, se va “desanimando” o va siendo desanimado: desdaimonizado. El Cristo espiritual ya sentado en el Cielo a la derecha del Padre es una figura polarizada frente al Príncipe de este mundo.
La Iglesia triunfa, le sonríe el éxito secular al conseguir que el cristianismo fuese declarado como la
religión oficial del imperio. Esto fue sin duda positivo para el desarrollo de la institución y su arraigo en el mundo, y en parte también para el propio mundo occidental, pero probablemente no resultó tan positivo para el alma del cristianismo, ni para el alma de los cristianos. En este contexto triunfal, el cristianismo oficial representado por la Iglesia se va burocratizando y clericalizando, pierde el contacto con la experiencia vital comunitaria que lo había alimentado y se va vaciando de experiencia religiosa, volviéndose abstracto, formal-formalista (ritualista), espiritual-espiritualista.
La teología se racionaliza y desarrolla sistemáticamente amparada en la versión más racional- espiritualista de la filosofía platónica y no tiene reparo en denunciar la irracionalidad y falsedad de los mitos, que por cierto sólo es capaz descubrir entre los paganos, con una visión agudísima para atisbar sin ningún asomo de duda la paja en el ojo ajeno… Ahora el alma, pese a ser según Tertuliano “naturaliter christiana”, pasa o un segundo plano como si algo meramente insustancial, intrascendente, y queda sometida como si fuese un apartado inferior, sin personalidad ni fines propios, que ha de ponerse al servicio de los intereses propios del espíritu.
Así enclaustrada y recluida en el interior del espíritu, el alma amorosa pierde su erotismo, sus vínculos con el cuerpo, con la materia, con el mundo, y deja de ejercer su función capital mediadora e intermediaria: pierde su fuerza daimónica, poética, creadora, animadora. La religión oficial, así desalmada o desanimada por el exceso de espíritu, en vez de ejercer su función re-ligadora se convierte en la gran desligadora: refuerza el “muro” y ratifica la existencia de un abismo (casi) insalvable entre el cuerpo, desalmado y demonizado como corrupto, y el espíritu, divinizado en su heroico poderío, así como entre
este mundo, dominado por la miseria y el pecado, y el otro mundo ideal e idílico, pero diferido hasta el final de los tiempos.
Este abismo resulta casi tan intransitable como en la mitología olímpica, salvo que se recurra a la Revelación tal como la expone y administra la Iglesia. La Iglesia se presenta, así, como el único puente entre los dos reinos, como la única mediadora que puede proporcionar y garantizar la salvación: “extra Ecclesiam nulla salus”. Según esto, “sin la ayuda de la Iglesia el ser humano no podría tener experiencia de lo divino en su trascendencia, no tendría siquiera noticia de su existencia. Las grandes religiones monoteístas viven y se desarrollan en la conciencia simpre presente de esta polaridad, de la existencia de un abismo que jamás puede ser salvado” (Scholem, 2012: p. 40).
La Iglesia, fundada sobre Pedro, cual sólida e insoluble piedra, y sobre la teología paulina, que tiene la genialidad de ampliar la posibilidad de salvación a todos los gentiles a través del bautismo en tanto que circuncisión espiritual, rechaza, sin embargo, las propuestas de mediación, sea a través del conocimiento (como pretenden los gnósticos), sea a través de la sola filosofía (como hacen los neoplatónicos). Así, el gnosticismo busca la salvación como una liberación del peso de la materia, que nos mantiene atrapados en la ignorancia, no a través de la fe en Cristo y de los sacramentos dispensados por la Iglesia, sino mediante un (auto)conocimiento especial que es, al mismo tiempo, conocimiento de lo divino.
Esa gnosis no está al alcance de todos y se pretende que transforma ya en este mundo al que conoce
quién es él, qué es el ser humano, de dónde viene y a dónde va, cómo ha quedado la chispa divina que lo constituye atrapada en la oscuridad de la materia, en este mundo creado por un Dios necio y malvado, por un “aciago demiurgo” al que el Antiguo Testamento venera como bueno y omnipotente. El gnóstico no venera ni obedece a ese Demiurgo, sino que busca la manera de burlarlo para poder liberarse de su dominio por la gnosis y acceder a través de los Eones al Dios auténtico y desconocido, que no tiene ninguna responsabilidad sobre la iniquidad de este mundo.
“Nadie va al Padre sino por mí” (Jn. 14, 5-6). Esta sentencia central en el Evangelio de Juan da pie a dos lecturas. Una, la más ortodoxa, sirve para apoyar a la Iglesia como (única) institución a través de la cual se encuentra a Jesús. La otra, la gnóstica, ve también en Jesús el camino a seguir, pero a Jesús no lo busca necesariamente en la Iglesia, sino especialmente en el interior de uno mismo, en cuya oscuridad late su imagen como una chispa más o menos oculta y semiextinguida, pero siempre viva. Aunque la Iglesia fue capaz de aceptar y albergar en su seno ideas y prácticas muy diferentes y aun contradictorias, integrando también a los que optaban por la soledad en las órdenes monásticas, excluyó a los que no reconocían y aceptaban su autoridad monolítica como algo incuestionable e insuperable (cfr. Pagels, 1982: p.171).
Pues bien, pese a que los padres de la Iglesia fueron por lo general platónicos, no aceptan la intervención de los daimones mediadores en su ambigüedad constitutiva (ya que son al mismo tiempo, por ejemplo, materiales e inmateriales) y acaban dividiéndolos y disociándolos en ángeles y demonios. “El acto de polarizarlos hizo que se convirtieran en seres literales, algo que los daimones no son” (Harpur, 2013, p.40). Fue Dioniso Areopagita el que cristianizó a los daimones del neoplatonismo como ángeles puramente espirituales, sin cuerpo, y estableció la intrigante jerarquía de querubines, serafines y tronos, dominios, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles (Ibíd: p.192).
De este modo el cristianismo opta por la unilateralidad de afirmar y seguir exclusivamente el impulso del espíritu con su inquietud heroica y combativa que busca el desarrollo de la conciencia y que se inserta en el mundo, aunque no sea del mundo, para difundir el Evangelio. Aunque la pluralidad interna del cristianismo se mantiene hasta cierto grado enriqueciéndolo y dándole profundidad, esta orientación espiritualista ha predominado de tal manera que condena a las otras opciones a una existencia acallada, semiclandestina, casi subterránea.
En la medida en que la Iglesia se ha dejado inspirar por ese impulso ascensional y jerarquizante del espíritu, estableciendo y consolidando de un modo unitario su doctrina dogmática como un sistema de conceptos e imágenes dotado de la autoridad de la revelación, el alma cristiana, de por sí plural, dispersa e igualitaria, se va quedando sin espacio propio en el que expresarse. Con ello, la imaginación simbólica se ve obligada a exiliarse, sea en el cuerpo, generando allí síntomas perturbadores y tentaciones carnales
sin cuento ni satisfacción, sea en la conciencia espiritual donde puede promover especulaciones metafísicas, abstracciones intelectuales, distingos inacabables y discusiones bizantinas, como por ejemplo sobre el sexo de los ángeles (Hillman, 1999: pp.48-49).
Ese encierro del alma va a quedar ratificado por el intelectualismo que caracteriza a la Escolástica en su apuesta por demostrar las verdades de la fe con la ayuda, no ya de Platón, como pretendieron inicialmente los Padres de la Iglesia, sino de su discípulo Aristóteles. Tomás de Aquino recupera la doctrina aristotélica que distingue tres clases de almas: vegetal, animal y racional, siendo esta última la que, en el caso del ser humano, engloba y organiza a las otras dos y es la que permite, con su capacidad de argumentación, demostrar, por diferentes vías, la existencia de Dios.
La filosofía, desprovista ya de la potencia demónica de mediar con lo invisible, se reduce a ser un instrumento para demostrar y legitimar las verdades expuestas en el discurso teológico a partir de la Revelación. Se alcanza de este modo un cierto equilibrio entre la razón y la fe, en virtud del cual el dogma cristiano encuentra una exposición coherente y sistemática. El espiritualismo se impone, así, como un riguroso intelectualismo que puede servir para articular la actividad institucional, pero que apenas da respuesta a la necesidad vital de re-ligión que tiene la mayoría de la población, a las necesidades de sus almas, que sufre tantas penurias como sus cuerpos.
En este contexto cabe interpretar el gran movimiento cultural del Renacimiento como una vuelta a los orígenes, a la fuente, para propiciar el retorno del alma y de sus daimones a través del descubrimiento y el cuidadoso estudio del cristianismo originario y de la cultura de la antigüedad pagana, de su arte, de su mitología y de su filosofía. El alma pagana renaciendo en el cristianismo o el cristianismo renaciendo a través de la mitología y el politeísmo daimónico pagano.
Se trata de un movimiento cultural con pretensión católica, es decir, universalista, que a través del sincretismo pagano-cristiano aspira a contactar con lo que de común hay en todos los humanos (aquí se inserta la fascinación que algunos humanistas experimentaron ante los textos herméticos que creyeron provenientes del antiguo Egipto, aunque resultaron ser escritos gnósticos de los siglos II y III).
La presencia de la diosa Venus en la obra de Botticelli resulta así muy significativa pues representa,
por un lado, la humanitas, ese ideal de formación cultural y de desarrollo e integración individual del ser humano propuesto y ensayado por los humanistas y, por otro lado, la personificación del alma del mundo en tanto que realidad radical de la que tanto el mundo material (y el cuerpo humano) como el espíritu son sólo aspectos, manifestaciones o “reflejos” (cfr. Wind, 1972).
En este sentido los humanistas no pretenden, como se suele afirmar, poner al ser humano en el centro (ese antropocentrismo caracteriza más bien al proyecto ilustrado que reacciona contra el humanista). Como se ve en “El nacimiento de Venus” y en “La primavera” de Botticelli (prefigurado por la ninfa entrevista por Ghirlandaio en “El bautismo de san Juan” que tanto perturbó, inquietó y sedujo a Aby Warburg), lo que se nos presenta en el centro es Venus-Afrodita, el alma, que no se reduce a lo humano, que no es solo alma humana sino psyché tou kosmou, anima mundi:
Como afirma M. Ficino “... el alma es todas las cosas juntas (…) Por eso sería acertado llamarla el centro de la naturaleza, el término medio de todas las cosas (…) el vínculo y articulación del universo” (Harpur, 2013: p.45). Cabe imaginar esta alma universal que se manifiesta como cosmos o como espíritu, o de las dos formas al mismo tiempo, desde la definición hermética de Dios recogida por Nicolás de Cusa: “una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ningún lugar”.
Esta sería, en nuestra opinión, la clave que permite comprender el Renacimiento humanista como un movimiento daimónico-animista que late en la base de la Modernidad, aunque en su realización histórica nuestra modernización se ha vuelto contra ese renacimiento humanista y lo que ha hecho es desencantar el mundo, desdaimonizando la naturaleza con la imagen de la máquina, burocratizando la política y la cultura, a las que priva de cualquier impulso erótico que no pase por la erótica del poder, y volviendo a “desanimar” al ser humano.
En este contexto el ser humano se cree obligado a elegir entre un cuerpo meramente mecánico regido por un cerebro informatizado que obedece automáticamente los imperativos del mercado, y un espíritu sin alma ni vida, que sólo puede sustentarse en el dogma, por lo que apunta peligrosamente hacia los
fundamentalismos, de uno u otro signo. Pero veamos cómo ese desencantamiento moderno del mundo ha provocado también un proceso de reencantamiento, en el interior del cual nos encontraríamos en la actualidad.
La dinámica de creatividad social posibilitada por el desencantamiento del mundo (“dm”) conlleva como su correlato no pretendido el reencantamiento del mundo, algo así como un desencantamiento del propio desencantamiento del mundo, en los términos de Hans Joas (2017) y de J. A. Josephson-Storm (2017), porque, como han advertido Merlin Donald y R. N. Bellah, una nueva configuración social supone más bien una reconfiguración de viejas y nuevas posibilidades, en lugar de una superación y desaparición de las formas anteriores.
En cada momento y en cada lugar esas relaciones entre las ideas, las imágenes del mundo y las
instituciones, empujadas por el “dm”, han creado específicos modelos de racionalización y también de reencantamiento del mundo. Nos vamos a detener en el análisis de las fuentes y los tipos constelaciones de sentido (Sinnzusammenhänge), diseminadas a lo largo de la obra de Weber, que generan las dinámicas de reencantamiento en las sociedades modernas.
Apoyados en él hemos formulado una suerte de conjetura sociológica según la cual: a mayor desencantamiento del mundo, mayor diferenciación y autonomía adquieren las esferas de valor secularizadas, creándose de esta guisa un politeísmo que en la esfera pública se manifiesta como una Kulturkampf (guerra cultural) y, por tanto, más dificultades encuentra para su desarrollo un modo de vida intramundano integrado racional que dé “sentido” a la vida en su conjunto, es decir, una “personalidad ética”. Se ha creado una situación social en la que “la religión no es ya una instancia necesaria de mediación que relaciona todas las actividades sociales proporcionándoles un sentido unitario” (Luhmann, 2000: p.125).
En esta situación politeísta, no estamos obligados a dejar de lado nuestras creencias religiosas, sólo a reconocer que algunas de las cosas que defendemos no dependen necesariamente de tales creencias (Beriain y Sánchez de la Yncera, 2012: p.47). Vamos a analizar pacientemente cómo construye Weber su argumento.
Una primera pista, sin duda, una de las más conocidas, aparece en La ciencia como vocación, en un largo párrafo: “los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución posible. El viejo Mill,..., dice en una ocasión, y en éste punto si tiene razón, que en cuanto se sale de la pura empiria se cae en el politeísmo. La afirmación parece superficial y paradójica, pero contiene una gran verdad. Si hay algo que hoy sepamos bien es la verdad vieja y vuelta a aprender que algo puede ser sagrado, no sólo aunque no sea bello, sino porque no lo es y en la medida en que no lo es.
En el capítulo LIII del Libro de Isaías y en el salmo XXI pueden encontrar ustedes referencias sobre ello. También sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche, y, además, lo hemos visto realizado en Las Flores del Mal, como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero, aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno.
No obstante, estos no son sino los casos más elementales de esa contienda que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y valores. Cómo puede pretenderse decidir científicamente entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana es cosa que no se me alcanza. También son aquí distintos los dioses que aquí combaten. Y para siempre. Sucede, aunque en otro sentido, lo mismo que sucedía en el mundo antiguo cuando éste no se había liberado aún de sus dioses y demonios.
Así como los helenos ofrecían sacrificios primero a Afrodita, después a Apolo y, sobre todo, a los
dioses de la propia ciudad, así también sucede hoy, aunque el culto se haya desmitificado y carezca de la plástica mítica, pero íntimamente verdadera, que tenía en su forma original” (Weber, 1987: pp. 215-217). Completa Weber esta cita unas páginas más adelante: “Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y
convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha” (Ibíd: p. 219).
En lugar del Dios uno y trino cristiano, que había extinguido a los otros dioses (recordemos también el choque de dioses que supone “la conquista” en Iberoamérica a finales del siglo XV y el soterramiento literal de los dioses precristianos mesoamericanos por el Dios del monoteísmo) o los había condenado al ostracismo, surgen numerosos “dioses”, en plural, sucediendo al monoteísmo una constelación politeísta. Los “nuevos dioses” son los antiguos pero desmitificados: ya no operan como poderes personificados, como ocurrió en la fase de antropomorfización tanto griega como judeocristiana, sino que operan como poderes impersonales, valores abstractos11.
El Dios del monoteísmo, que contenía en sí todos los atributos de omnisciencia, belleza, bondad y verdad, deja paso a “dioses” portadores cada uno de ellos de un atributo exclusivo, lo que suscita una dinámica conflictual entre ellos al no haber un dios superior a otro (heterarquía divina en el panteón). Los diferentes “dioses” están encarnados en grupos humanos que se encuentran en conflicto unos con otros al generar dinámicas de intereses contrapuestos. Para Weber, a diferencia de Parsons, resulta difícil concitar un acuerdo entre los hombres y las sociedades en torno a los fines a realizar. Los valores son creados por los seres humanos, pero no existe una jerarquía universal de fines, por tanto, tenemos que elegir entre valores incompatibles.
Este “ nuevo politeísmo”, producto del “dm”, ha sido emparentado primero por Karl Jaspers (1933) y después por Morris Berman (1987: p.69 y ss) con lo que Friedrich Schiller llamó “die Entgötterung der Natur”, la “desdivinización de la naturaleza”, o “pérdida del carácter divino atribuido a la naturaleza”, pero, esta comparación resulta errónea en la medida en que en Weber el desencantamiento no conduce a una desaparición de los dioses sino al surgimiento de nuevos dioses que pugnan entre sí, como han apuntado Schluchter (1988:p. 347, n°.21) y Lehmann (2009: p. 13, n°.15).
El conjunto de fuentes, así como la atinada explicación que ofrece José Mª González en un trabajo
reciente (2016: pp. 138-148), que interpreta cómo el final del monoteísmo cristiano no conduce a un estadio postreligioso, totalmente secular, sino más bien representa el retorno de los múltiples dioses griegos en lucha, tienen un alto grado de plausibilidad.
A juicio de González, el lenguaje utilizado por Weber en el análisis de la cultura moderna se refiere de forma reiterada a la antigüedad griega, aunque sea una Grecia reinterpretada sobre todo por Goethe y por el romanticismo de Heine. Ante la importante revolución en el pensamiento que se da en Alemania a finales del XVIII y en el XIX, poniendo de manifiesto la crisis del monoteísmo judeocristiano, son muchos autores – el propio Heine, Nietzsche, Hölderlin, Goethe, Schelling, Schiller, Novalis, Herder, Thomas Mann- los que retoman el legado politeísta de los clásicos griegos en Alemania para entender la infraestructura mitológica que subyace a esa Kulturkampf politeísta moderna, a las guerras culturales, que más tarde se transformarán en guerras ideológicas en Europa.
En primer lugar, González constata la mención expresa de Weber a Heine en La Ética Protestante (1983: p.160, n°. 95) para insistir en la relación ambivalente que existe entre religión y riqueza, puesto que el impulso religioso que inhabita en la ascética protestante, con orientación intramundana, se volcará en el trabajo y la riqueza, lo que producirá como efecto no deseado la pérdida de fuerza del espíritu religioso ante el avance del espíritu capitalista.
Lo que proporciona a Weber un fundamento a su visión del “nuevo politeísmo moderno” es ese Leitmotiv que existe en Heinrich Heine y que se sustancia en la idea de que la desaparición del dios cristiano originará el resurgimiento de los antiguos dioses paganos, tanto griegos como germánicos, visible a lo largo de su poesía –“Crepúsculo de los dioses” de 1823-24, “Los dioses de Grecia” de 1825- 26- y de su prosa –“El exilio de los dioses” de 1853-(González, 2016: pp.142-147).
Los dioses griegos en la antigüedad, comenta José Mª González, ya padecieron a los titanes que irrumpieron en el Olimpo y tuvieron que huir rápidamente, disfrazados de diversas maneras para acabar
Sin duda, para hablar de “nuevo politeísmo” Weber se inspiró en el viejo Mill, que no es otro que Mill el joven, John Stuart Mill, concretamente, en sus Three Essays on Religion de 1875, que en su tercer capítulo intitulado “Teísmo”, distinguió una serie en la cual se sucedían, el politeísmo concreto, el monoteísmo abstracto y, finalmente, el politeísmo abstracto (Schluchter, 2016: pp. 96-97, n°. 4).
huyendo a Egipto, resurgiendo en forma de animales diversos. Con el triunfo del cristianismo repiten su destino con nuevas variantes: “Y de igual manera tuvieron que huir de nuevo los pobres dioses paganos, en disfraces de todo tipo y buscando cobijo en escondrijos apartados, cuando el amo verdadero del mundo colocó el estandarte de su cruz en la fortaleza del cielo y los celotes iconoclastas, las negras bandas de los monjes, profanaron todos los templos y persiguieron con fuego y anatema a los dioses expulsados” (Heine, 1984: p. 313).
Estos pobres dioses emigrantes, en las leyendas populares, según apunta Heine, se adaptarán a realizar los trabajos del campo en el medioevo, así como a las profesiones diseñadas por el mundo burgués. Según González (2016), “en la concepción de Heine son estos mismos antiguos dioses griegos quienes, al entrar en crisis el monopolio del Dios único del cristianismo, vuelven del exilio o salen de sus tumbas, ejerciendo de nuevo su influencia sobre nuestras vidas” (p. 147).
Pero, ¿recoge este nuevo tipo de “politeísmo de valores” todo el elenco de realidades múltiples re- encantadas en las sociedades modernas? La respuesta es: no. Debemos tener muy presente que las antiguas formas sagradas de las religiones universales no han muerto12 (contra Nietzsche y Durkheim) y, sin embargo, han nacido otras formas modernas –como la nación y la persona humana que han sido sacralizadas- que compiten con aquellas, entre sí y con los nuevos dioses desencantados de los órdenes seculares en una lucha sin fin.
Junto a este “nuevo politeísmo” – o dicho en los términos de otro gran sociólogo de la religión, P. L.
Berger, “the many altars of modernity” (2014, Prefacio)- donde las “adhesiones” weberianas aparecen como “dioses guerreros”, habría que situar varias alternativas objeto de elección dentro de los dioses de las religiones universales: el Dios de Lutero –tradicionalismo burocrático-, el Dios de Calvino – racionalización ascética-, el Dios de Tolstói –inmanencia mística- y el Dios de Nietzsche y Stephan George –esteticismo aristocrático y heroísmo mundano-.
Como ideólogo de la modernidad (así se pone de manifiesto en la parte de sus discusiones sobre la política alemana), Weber incita a la racionalización ascética calvinista frente al tradicionalismo burocrático luterano, pero, en cuanto constata que el mundo creado por la racionalización ascética calvinista produce los efectos no deseados de un mundo racionalizado que monetariza y burocratiza las relaciones sociales, tiende a aglutinar los dioses de Calvino y de Lutero y lucha contra ambos desde los campos de la inmanencia mística y de la virtud aristocrática (Mitzman, 1976: p.73).
La grandeza de la nación y el poder del estado constituyen para Weber valores supremos irrenunciables. El Estado nacional, para Weber adopta el mismo lugar en su mente que Jehová tuvo en la historia del antiguo judaísmo (Mommsen, 1984: p.49). Para él, la muerte de un héroe nacional por la libertad y el honor de su pueblo representa un logro supremo que afectará a nuestros hijos y a nuestros nietos. No existe mayor gloria, ni existe un fin más preciado que morir de esta forma y para muchos la muerte otorga una perfección que la vida les habría negado (Weber, 1995: p. 724).
Los grandes Estados son máquinas de poder en competencia permanente, además son vehículos de cultura y esas culturas compiten unas con otras sin que sea fácil terminar con la querella. Finalmente, la desilusión, la racionalización y la sociedad de masas aparecerán para Weber como el “destino inexorable”. En un mundo público tan desencantado (entzaubert), Weber apuesta por la búsqueda del Daimon de cada cual- del patrón de valores últimos de cada uno- en el ámbito privado. Volveremos sobre esta idea.
En la Zwischenbetrachtung, es decir, en la “Teoría de los estadios del rechazo religioso del mundo” de 1920 que forma parte del primer volumen de sus Ensayos de sociología de la religión, aparece ya esbozada con claridad la estructura epistemológica que rige una sociedad politeísta donde comparecen las esferas culturales de valor diferenciadas funcionalmente de la religión, o secularizadas13 si se quiere, como la ciencia, la economía, la política, el derecho, el arte, siguiendo cada una de ellas su propia lógica autorreferencial: “la racionalización…condujo a que se hicieran conscientes en sus consecuencias las
Debemos considerar el vigor tanto de los monoteísmos como de los procesos de secularización no en perspectiva nacional sino como desafíos globales (Casanova, 2010: pp.1-16).
No he utilizado hasta ahora la palabra secularización deliberadamente porque no aparece en la obra de Weber.
específicas legalidades internas de cada esfera cultural de valor en particular y a que entraran por ello en tensiones mutuas” (Weber, 1983: p. 441).
En una conferencia, “Entre dos leyes”, pronunciada en 1916 y que forma parte de sus Escritos políticos, Weber revela un detalle crucial sobre el reencantamiento politeísta que caracteriza a las sociedades modernas: “En realidad quien vive en este “mundo” (entendido en el sentido cristiano) no puede experimentar en sí nada más que la lucha entre una pluralidad de secuencias de valores, cada una de las cuales, considerada por sí misma, parece capaz de vincular con la divinidad.
Él debe elegir a cuáles de estos dioses quiere y debe servir, cuándo a uno y cuándo al otro. Entonces terminará encontrándose siempre en lucha con alguno de los otros dioses de este mundo, y ante todo siempre estará lejos del Dios del cristianismo (más que de ningún otro, de aquél Dios que fuera anunciado en el Sermón de la Montaña)” (Weber, 1982a: pp. 33-34). Las esferas culturales de valor reclaman reconocimiento y entre ellas existe una lucha ante la que debemos elegir.
Cada uno sólo puede elegir por sí mismo “quién es para él Dios y quién el diablo” (Weber, 1987: p. 217) porque “respecto de los valores, en efecto, siempre y en todas partes se trata, no solo de alternativas, sino de una lucha a muerte irreconciliable, entre ‘dios’ y el ‘demonio’, por así decirlo…El fruto del árbol de la ciencia, inevitable aunque molesto para la comodidad humana, no consiste en otra cosa que en tener que conocer aquellas oposiciones y, por tanto, advertir que toda acción singular importante, y hasta la vida como un todo, si no ha de transcurrir como un fenómeno natural sino ser conducida conscientemente, implica una cadena de elecciones y decisiones últimas en virtud de las cuales el alma, como en Platón, elige su propio destino, el sentido de su hacer y de su ser” (Weber, 1982b: p. 238).
En este “deber elegir”, como apunta P. L. Berger (1980), es donde se manifiesta el imperativo herético de la modernidad, ya que la palabra herejía procede del griego hairein, que significa, elegir, por tanto, el destino inescapable de nuestro tiempo no es otro que elegir, al haberse producido un tránsito del destino dado al destino elegido. La modernidad se construye sobre el principio de la subjetividad (Schluchter, 2016: pp. 98-99), ya no es Dios el que elige, sino que es el ser humano el que tiene que elegir y dar cuenta de esa elección y, sobre esa elección, no manda ni una iglesia, ni una secta, ni un sacerdote, ni tampoco una ciencia (Weber, 1987: p. 217).
La posición de Weber representa una nueva “postmetafísica individualista” (Goldman, 1987: 165) o una
(post)metafísica del heroísmo humano dirigida por una voluntad faustica, como acertó a proponer Paul Honigsheim, alguien que conocía muy bien a Weber: “Max Weber se empeñó en una lucha a muerte contra cada Institución, Estado, Iglesia, Partido, Fundación, Escuela, es decir, contra toda estructura supraindividual de cualquier tipo que reclamase entidad metafísica o validez general. Amaba a cualquier hombre, incluso a un Don Quijote que buscase, contra la injustificada pretensión de una institución cualquiera, afirmarse a sí mismo y al individuo como tal” (Honigsheim, 1925, en: Mitzman, 1976: p.16).
Uno podría pensar que discutir sobre valores no resuelve los conflictos entre ellos, y es cierto, pero una democracia deliberativa hace posible que la lucha de los dioses se lleve a cabo dentro de un marco racional. No es poco esto, como apunta Schluchter (2016: p.118), como defensa de la racionalidad que pretende convertir la pluralidad de facto en un pluralismo de facto a través de la deliberación, de la tolerancia de la diferencia.
Existe una afinidad electiva entre democracia y politeísmo. Quizás, para muchos esto sea insuficiente, pero este tipo de racionalidad procedimental puede no solo atemperar sino también crear una cierta sacralidad del propio hecho de deliberar, como pone de manifiesto Simmel en una cita traída a colación por Schluchter: “Contra mi está solo el indiferente, aquel al que las cuestiones últimas para las que yo vivo no le inducen ni a un ‘a favor’ ni a un ‘en contra’. Pero aquel que, en sentido positivo, está contra mí; aquel que se dirige al plano en el que vivo y, desde el suyo, lucha contra mí…ése está conmigo en el sentido más elevado” (Simmel, 1919: p.151).
En el artículo “La ‘objetividad’ cognoscitiva de la ciencia social y de la política social” de 1904, incluido en sus escritos metodológicos, el propio Weber ya avanzaba un tipo de consideración que preludiaba su posición final, antes de morir, justo después de la Primera Guerra Mundial. Así se manifestaba: “El destino de una época de cultura que ha comido del árbol de la ciencia consiste en tener que saber que podemos
hallar el sentido del acaecer del mundo, no a partir del resultado de una investigación, por acabada que sea, sino siendo capaces de crearlo (por nosotros mismos), porque las ‘cosmovisiones’ jamás pueden ser producto de un avance en el saber empírico, y que, por lo tanto, los ideales supremos que nos mueven con la máxima fuerza se abren camino, en todas las épocas, solo en la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados para otras personas como para nosotros los nuestros” (Weber, 1982b: p. 46).
El virtuoso de la profesión del capitalismo avanzado (de Ciencia como vocación) vendría a sustituir al virtuoso religioso de comienzos del capitalismo europeo (de La Ética Protestante)14. Weber está planteando un renacimiento de la “llamada secularizada”, un ethos de servicio construido a partir de la llamada, en un tiempo que “carece de profetas y está de espaldas a Dios”, como aparece en las últimas páginas de Ciencia como vocación. Justo al final de dicha conferencia, apalabra tal situación en la que están “todos aquellos que hoy esperan nuevos profetas y salvadores que resuena en esa bella canción del centinela edomita, de la época del exilio, recogida en Isaías (21, 11-12):
Una voz me llega de Seir, en Edom: “Centinela: ¿Cuánto durará la noche aún?” El centinela responde:
“La mañana ha de venir, pero es noche aún.
Si queréis preguntar, volved otra vez”.
El pueblo a quien esto fue dicho ha preguntado y esperado durante más de dos mil años y todos conocemos su estremecedor destino. Saquemos (dice Weber) de este ejemplo la lección de que no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las “exigencias de cada día” (die Forderungen des Tages). Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el daimon que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia” (Weber, 1987: pp. 230-231).
Pero, ¿qué es el daimon? Dos sentidos interpretativos están implicados en la noción, por una parte, la concepción del daimon como “lo diablesco”, lo negativo, el mal, procedente de la tradición judeocristiana, frente al bien representado por Dios, y, por otra parte, está el sentido de la noción que procede de los diálogos socráticos recogidos por Platón, y que a través de las Poesías Primigenias órficas de Goethe recoge Weber (Schluchter, 2009: p. 15; Cornford, 1984: p.118 y ss; Harrison, 1912: p. 259 y ss).
Platón sitúa en El Banquete al daimon (o potencialidad creativa) como una instancia mediadora: “la de ser interprete y mediador entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los daimones llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra, son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios y a los encantamientos, a las profecías y a la magia.
La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los daimones para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es daimónico (por cuanto inspirado por un daimon, por una potencia, genio, creador)” (Platón, 1981: p. 371). El daimon se puede asimilar perfectamente a otros términos similares como mana, wakan, orenda, manitú, tal como hace Marcel Mauss en el primer encantamiento que hemos descrito arriba, solo que ahora aparece individualizado. En una sociedad politeísta, Max Weber parece buscar el sentido de la vida, no en la ciencia, sino en imágenes del mundo que anteceden a las religiones de salvación, no directamente en estas.
En esta tesitura, como apunta Andrés Ortiz-Osés (2017), el hombre contemporáneo más o menos ilustrado tendría una concepción del mundo presidida no tanto por un Dios omnipotente y trascendente,
Comparto la postura de F. H. Tenbruck cuando afirma que: “No puede existir la más mínima duda de que Ciencia como vocación, representa la auténtica herencia de La ética protestante, en la medida en que tal ensayo nos muestra al genuino puritano de la La ética...” (1974, 3, 318). He analizado esto previamente en Beriain (2011: p. 27).
sino por un Dios-duende o daimon, el cual encarnaría la ambivalencia de la vida y de la muerte, de lo positivo y lo negativo, de lo divino y lo diablesco. Este Dios-duende simboliza la necesidad y el azar, lo racional e irracional, el determinismo y el indeterminismo de la realidad omnímoda.
En parecidos términos se manifiesta el gran poeta español Federico García Lorca: “Todo hombre se perfecciona a costa de la lucha que sostiene con el duende que es un poder misterioso (…) El duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones (...). El duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre” (García Lorca, 2017). La herida nos acompaña a todos, del mismo modo que el problema de la interpretación, al que nos hemos referido en la Introducción, nos afecta a todos (y a todos los ámbitos de nuestra existencia). Volvamos, pues, para concluir, sobre este problema intentando asumirlo.
CONCLUSIÓN: ASUMIR EL FRACASO
La Hermenéutica comparte con la Fenomenología el diagnóstico tardío de que la crisis de las ciencias europeas se debe a que éstas se han desarrollado de un modo tan unilateral, siguiendo una sola dirección, que han perdido el contacto con el “humus” del mundo de la vida (Lebenswelt) en el que, y al servicio del cual, habían surgido y es por ello, como afirmó Habermas, que la tecnología y la razón instrumental han acabado colonizándolo.
La Hermenéutica de Heidegger se inicia en la Fenomenología de Husserl, pero considera que su
intento de realizar de una vez por todas el proyecto de la filosofía partiendo de la intencionalidad para volver a las cosas mismas ha fracasado y que ese fracaso ha de ser asumido como el fracaso de la propia filosofía, que a su vez es consecuencia del fracaso radical del ser humano como especie (un fracaso que da pie, como hemos señalado, a la creatividad cultural que nos caracteriza).
La conciencia hermenéutica surge al asumir el fracaso de la Fenomenología y aceptarlo como algo insuperable: la Hermenéutica no vuelve a iniciar de nuevo el proyecto de alcanzar ya de una vez por todas la filosofía, sino que lo reconoce como irrealizable. La sabiduría es, pues, reconocida como inalcanzable, nada nuevo por otro lado. Su búsqueda es la tarea filosófica, una tarea que no ha de llevarnos más allá de la interpretación superándola definitivamente y despojando a la diosa de su velo o vestimenta, para poder contemplarla en todo su esplendor. Quizás la diosa sólo aparezca a través de los velos, quizás sea esos mismos velos o el juego de todos los posibles velos conjugados en su diversidad irreductible.
Asumir el fracaso hermenéuticamente quiere decir darse cuenta, y aceptar, que el fracaso no es un accidente que sólo afecta a algunos (desgraciados o incompetentes y descuidados), sino que es algo constitutivo del ser humano como especie, algo con lo que antes o después nos tenemos que confrontar, como con nuestra propia Sombra.
Reconocer, asumir, elaborar y digerir el fracaso en la medida de lo posible, tanto en lo individual como en lo colectivo, e intentar volverlo creativo para poder ofrecer algo que de algún modo ayude a los que nos rodean, es la tarea de la Hermenéutica como lo es, por otro lado, de todo ser humano en tanto que se reconoce como humano: en esto consiste la cultura como cultivo no sólo del yo o sólo de la relación con el mundo y con los otros, sino de sí mismo, del “Sí-mismo” (Selbst) que yace oculto en el interior de ambos (y del que ambos serían como aspectos o manifestaciones) .
Asumir el fracaso como inevitable, acceder a la conciencia de fracaso y reconocer el fracaso de la conciencia, es al mismo tiempo abandonar el perfeccionismo, la aspiración a la perfección, a la pureza, a la claridad sin sombra. En este punto la filosofía vuelve a encontrarse con el daimon y se vuelve daimónica. Se trata de ver que, si bien la filosofía pertenece al mundo de la razón, del orden y del trabajo del concepto, ha surgido en ese mundo y necesita de él, no es empero totalmente de ese mundo, no pertenece sólo a él. Algo similar parece querer decir Heidegger en una carta a su mujer:
Es difícil expresar lo otro que, junto con el amor a ti, es inseparable de mi pensamiento, aunque sea de modo diferente. Lo llamo el Eros, el más antiguo de los dioses según dice Parménides. El aletazo de ese dios me toca siempre que doy un paso esencial en mi pensamiento y me atrevo a entrar en lo no
transitado… Corresponder puramente a esto y, no obstante, conservar lo nuestro, seguir el vuelo, pero volver bien…es aquello en lo que fracaso con excesiva facilidad y luego, o bien me deslizo hacia la mera sensibilidad, o bien intento forzar lo que no puede forzarse mediante el mero trabajo” (Han, 2014: p. 71).
La filosofía pertenece, pues, al mundo del trabajo, y exige trabajo, pero no es sólo trabajo, ni primariamente trabajo. Si sólo responde al trabajo no es propiamente filosofía: podría ser erudición, cuando no burocracia o inquisición dogmática. El trabajo es solo un medio para hacer filosofía, pero la filosofía es un fin en sí mismo. El trabajo en filosofía responde al deseo, o busca despertarlo.
Sin deseo, no hay propiamente filosofía. Eros es filósofo y la filosofía es erótica: amor a la sabiduría. Y como la sabiduría es inalcanzable, el trabajo solo no vale. Es necesario convertirlo de algún modo en juego, en fiesta, en fin en sí mismo: encantarlo, animarlo, erotizarlo. El trabajo a la luz de la conciencia “clara y distinta” necesita encontrarse con el daimon para hacer filosofía.
Ese encuentro con el daimon le ocurrió, por ejemplo, a Wittgenstein cuando acaba el Tractatus afirmando que “de lo que no se puede hablar mejor es callar” (Tractatus 7). El filósofo austríaco pretendía hablar con total claridad, cosa que no consiguió, de “nuestros problemas vitales” con un lenguaje lógicamente perfecto, que él mismo intentó diseñar (como antes lo había intentado Leibniz, por ejemplo). “Sentimos -afirmaba este filósofo amante de la claridad- que aun cuando todas las cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía ni se han rozado” (Tractatus: 6.52).
Por eso Wittgenstein, a diferencia de los neopositivistas que recogen su herencia para seguir hablando
sólo de lo que se puede hablar (y no de lo que realmente nos importa: de la existencia, de su sentido y sinsentido, de sus condiciones y sus consecuencias), se calló y, siguiendo al daimon, abandonó la universidad. Para hablar de la vida no nos vale el lenguaje formal (“paterno”) compuesto por “términos”, completamente unívoco, depurado de todo resto de equivocidad, de toda la ambigüedad (característica propia del daimon) y la pluralidad de sentidos que caracteriza a la “palabra” viva y libremente usada en el lenguaje natural (o “materno”), en la poesía y en el mito, es decir en el contexto del mundo de la vida.
Un sistema axiomático es un lenguaje formalizado que puede resultar muy poderoso, que puede servir de fundamento a las matemáticas y proporcionar herramientas a las ciencias, pero, según el teorema de Gödel, no puede demostrar su propia consistencia. El formalismo tiene sus propias limitaciones internas (Ladrière, 1969). Hacer como si no las tuviera es intentar eludir al daimon, reprimirlo o excluirlo, cosa que frecuentemente ha hecho nuestra filosofía a lo largo de su historia, es olvidar la pertenencia a la tierra y al mismo tiempo su sentido (y sinsentido), que es precisamente uno de los aspectos que simboliza el daimon. Quizás ahora, en el final de la metafísica, haya llegado otra vez el momento del daimon, que se presenta en la Hermenéutica planteando el problema de la interpretación, y todo lo que ella encierra, contiene, oculta o simboliza.
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